Salió de la fila e inmediatamente se arrepintió Se alejó dos pasos y pensó: “No, mejor espero un poco más”.
Delante de él había un anciano con ropa desusada, una mujer con cara de haber padecido tormentos que sólo ella
conoce; una niña a la que mandaron a la fila y pensaba en otra cosa, en una vida mejor, seguramente, y una
pareja de dos mujeres que en realidad eran dos mujeres solas que se conocieron en la fila, se sonrieron y
ahora se besaban y a las que el cambio de fila poco les importaba.
El hombre había dado dos pasos e intentó volver. Le faltaba poco, sólo cinco personas, en realidad ahora
cuatro con las mujeres asociadas en un abrazo. Entonces – se dijo- para qué irme, pero en cuanto intentó
sumarse a la fila, el hombre de atrás (un albañil de barbijo negro -todos usaban barbijo, él también, pero la
cara del albañil y el barbijo negro habían conformado un conjunto que lo aterrorizaba-) dio un paso adelante y
lo miró fijo a los ojos.
Dio un paso atrás, él también. Dijo:
- Sólo me moví dos pasos.
EL hombre albañil señaló hacía atrás.
- “Ah, sí” - miró hacia atrás y vio una fila que daba vuelta la esquina. Caminó hasta la esquina entre cuerpos
aviesos, y la fila daba vuelta otra vez más. Se preguntó: “¿Luciré yo así también?”- le dieron ganas de huir
de esa humanidad a la que estaba perteneciendo. Comprendió, pensó: “Mejor me voy ”.
Y se despertó con un sentimiento de amargura.
La noche no era su buen horario, menos ahora. A la noche salían los hombres-comadreja a robar en las alacenas
del paraje; algunos los habían visto, vestían trajes de mecánico, gorras de lana a cuadros, y en sus ojos
había algo que ya no era de este mundo, por eso alguien los empezó a llamar los hombres-comadreja. Ellos
sabían que ya no quedaba dinero, y los que habían guardado dinero en sus casas tuvieron que tirarlo o usarlo
para prender el fuego, porque el dinero ya no servía más. Pero los hombres-comadreja no querían matar, sólo
entraban en las alacenas y comían, entraban comiendo y salían de las casas comiendo.
Pensó que hacía mucho que no se despertaba en paz, ni siquiera cuando ya era de día, esa dulzura del corazón,
ese camino de sol desde adentro, esa sensación de que todo está en orden. Lo intentaba, lo intentaba, pero no
recordaba cuántos años hacía desde que no había vuelto a tener ese sentimiento al que solemos llamar paz.
“Paz, paz” - pensó. Un ruido en la tranquera , como un ronroneo de cadena, un resquebrajarse insoslayable de
la bisagra de hierro, alguna piedra que se mueve bajo un zapato, sonidos que sólo se escuchan a la noche, como
siempre sucede, y con la torpeza de disociar sonidos sin ver.
Los sonidos pueden combinarse endiabladamente, y uno entrar en el cuerpo invisible del otro, vibrando de
manera parecida, simulando ser lo que no son, por sólo travesura, sólo discurrir a cambio de otra cosa mejor.
Todo su cuerpo saltó sin quererlo. Hay una manera en que el cuerpo salta que la conocen pocas personas en el
mundo. Es cuando todo el tejido nervioso del organismo reacciona al mismo tiempo, dando un brinco en el aire
sin que ninguna parte del cuerpo salte primero, sino cada centímetro a la vez. Es un levitar instantáneo
provocado por la proximidad de lo desconocido, un horror infantil que se disuade con los primeros rayos del
sol.
Faltaba mucho para amanecer.
Una vez había aprendido lo que era ese salto, cuando había hecho un viaje sin rumbo y había caído en la casa
de un gomero que le había ofrecido dormir allí. Se acostó en la oscuridad sobre un colchón sucio y maloliente
al que nunca vio porque allí no había luz y durante toda la noche escuchó el ruido de las ratas que caminaban
por el techo. Lo peor no era que caminaban por el techo, sino que caminaban por las vigas de adentro y cada
tanto caía alguna al piso, cerca del colchón donde estaba acostado. A cada golpe de una rata golpeando la
madera del suelo, su cuerpo saltaba. Ninguna cayó sobre él, el miedo no le dejaba levantarse, estaba atenazado
a la cama y su boca no podía gritar, pero si alguna de esas enormes ratas hubiera caído sobre sí, o hubiera
muerto, o salido a la ruta a correr hasta olvidarse: el aire frío suele ser un buen antídoto.
Esta vez no era así, porque los ruidos afuera no eran de ratas. Los hombres-comadreja andaban cerca, lo sabía,
los vecinos habían hecho comentarios, nadie podía salir a la calle desde hacía varios años, pero todos decían
que andaban por allí, que era peligroso salir de noche, sólo entraban en las casas para comer. Que entraban
comiendo y salían comiendo, pero que su presencia, el sólo verlos, provocaba una sensación de por vida tan
insoportable que hubiera sido mejor morir.
Miró por la ventana de atrás y le pareció que había pasado una sombra. Le pareció nomás. Sabía que las
penumbras de la noche son cínicas y les gusta guarecerse en los infortunios y en las semejanzas. Lo desechó.
Inmediatamente escuchó el movimiento de la cadena que sostiene el candado.
“Un viento inesperado” - se dijo.
Pero no pudo omitir la alarma cuando escuchó el murmullo.
El murmullo es algo que no puede confundirse. Era un murmullo de voces humanas, un cuchicheo vocálico, como un
reptar de las sílabas entre las hojas secas que nadie juntó. “Es el viento otra vez” - trató de engañarse. No,
el murmullo no se puede disfrazar.
Volvió a la cama. Sus hijos dormían. Su esposa no escucha lo que él escucha. Si en ese momento la hubiera
despertado, se habría reído. Además, despertarla le era impensado, era mejor soportar solo. Se abrazó a la
almohada, su vieja almohada de olor a sueños amados.
Se tapó sin que quedara nada de su cuerpo afuera.
Se durmió.
- La cola es muy larga -le dijo al albañil de barbijo negro que había ocupado su lugar- ¿Me deja volver?
- Sí, cómo no.
- Es que me arrepentí, es mejor estar acá.
- Pero sí, hombre.
- Qué bueno que haya gente así – pensó. Pensó que era difícil encontrar gente amable. Pensó que saludar era
impensado y que sonreír era un delito, últimamente. Volvió a mirar hacia atrás para seguir conversando con
aquel hombre que le había resultado repentinamente diferente, pero al girar la cabeza intuyó que algo en él lo
seguía inquietando.
Cuando terminó de girar la cabeza y mirar hacia atrás, ya no estaba: había una mujer mayor que le guiñó un
ojo. Enderezó su cabeza velozmente.
Faltaba poco: en el tiempo en que había salido de la fila y había vuelto a su casa, la fila había avanzado
cuatro personas, estaba la pareja de mujeres delante de él, después le tocaba, se sentía aliviado de haber
vuelto, no quería volver más al mundo de los hombres-comadreja. De pronto, conoció el dilema de la vida: si él
no volvía, su familia estaría allí para siempre, desamparada u olvidada de él.
Faltaba poco.
Las mujeres pasaron primero.
Él era el próximo. Con terror inexplicable (después de todo se hallaba en un lugar seguro) escuchó su nombre
completo.
Dos carteles luminosos, a ambos extremos de un pasillo oscuro, decían: HOMBRES COMADREJAS, y MUJERES
COMADREJAS, el otro.
Había llegado su turno.