a Ana Camusso y David Wapner
Ilustración: Ana Camusso
En verdad, este cuento está plagado de mentiras, pero nada como ellas para decir lo inexplicable.
Y porque este es el cuento de Alyuyah, y de Ana, y de David, debo decir que, con el permiso de ellos, voy a
empezar diciendo una mentira.
David y Ana se conocieron un día en que los presentó un amigo que vivía en la misma pensión que vivia Ana. Ana
estaba pintando un cuadro, que es lo que más suele hacer, y tenía el pelo manchado con un poco de pintura
blanca, apenas un mechón. David se enamoró de Ana; y Ana, de él. No sé si esto sucedió en Buenos Aires, aunque
ellos están en Buenos Aires siempre.
Ana y David son argentinos, pero viven en Israel.
Y ahora, en Israel, en una ciudad llamada Arad, una de las cosas que hacen es ayudar, a niños y niñas, a
descubrir los secretos de la materia y de la luz.
Alyuyah vino después.
Familias sudanesas huyen de algo desconocido, son gigantes mortíferos que pisan las casas y las aldeas, los
ríos y las escuelas. Escapan y escapan, desaforados, sedientos, apacibles. Escapan; escapan caminando,
corriendo, durmiendo en los montes, bajo los árboles, haciéndose invisibles como hormigas; escapan y escapan a
un país donde jamás volverán a saber quiénes son, donde no tendrán derechos. ni nombre, ni edades, pero donde
al menos tendrán vida, y donde Ana y David los recogerán en su casa de colores y música para que pinten y
canten y vivan en el lugar donde todo es posible.
Escapan huyendo, a pie, en viejos colectivos que van muriendo por los caminos del desierto, en ferrys donde
trabajan de trabajos que nadie quiere hacer, algunos mueren en el camino, son como perros que se van cayendo
de su estado de perros para transformarse en nada, en nubes de huesos, en lágrimas de lágrimas. Escapan una y
otra vez, y Alyuyah y sus padres y sus seis hermanos escapan también de los obuses que un día cualquiera, un
día de sol, esos hombres disparan sobre las casas de su aldea que ya no existe más. Y las queman. Pero no
queman solamente las paredes de barro y los techos de palmeras, queman las sábanas donde durmieron y el papel;
queman una muñeca de barro con ropa que Alyuyah había cosido con una espina del cardo e hilos sacados de un
trapito viejo.
Todos empiezan a correr. No saben a dónde van. Athieng, la mamá de Alyusha, está por dar a luz cuando
comienzan los disparos y salen corriendo con su abuela y los seis hijos. Corren al monte, a la selva, donde
debajo de un árbol, bajo dolores aborrecibles, nace Nyaring.
Athieng se siente mal, pero siguen corriendo. Por eso, la pequeña se llama Nyaring, que significa “correr”.
Alyuyah, al tercer día, tiene fiebre; no hay nada para comer, falta un día para llegar al primer sitio
poblado.
Cuando Alyuyah comenzó a correr tras su madre y su abuela y sus hermanos, sólo pudo balbucear una pregunta:
- ¿Por qué pasa esto?
Un pequeño pájaro blanco de pico negro y patas negras la sorprendió, así como te sorprenden los vendavales que
golpean las ventanas, o como las viejas ratas gigantes del desierto que entran a tu casa a comer los huesos
secos. Lo vio tan desconcertado, que se paró por un momento en su hombro. La hizo sonreir. Los pájaros blancos
jamás se paran sobre los humanos.
Inmediatamente desapareció con un vuelo rápido.
- ¿Por qué pasa esto?
Lo dijo casi gritando. Hacia adelante, hacia donde estaban los oídos de su madre y de su abuela.
- ¡No sé! - gritó, también, Athieng.
Sólo sabían que tenían que correr.. Y corrieron más y más, después, y más y más cuando unos hombres vestidos
de blanco los condujeron en una camioneta hasta el límite con Israel, aunque todavía no sabían que ese país se
llamaba así.
Y siguieron corriendo, durmiendo.
El pequeño pájaro blanco de patas negras y pico negro sabe algo más (porque él había estado mirando desde el
alféizar de la ventana cuando comenzó el ataque de esos hombres) que Athieng no sabe aún, y que Alyuyah sabe a
medias: que antes de salir de su casa, Alyuyah tomó varios puñados de tierra roja del piso. Alyuyah solía
jugar con muñecas de barro que luego cocinaba entre los leños encendidos donde se hacían las comidas
inventadas con lo que iba quedando de la comida anterior. Con esas muñecas de barro, Alyuyah representaba
escenas muy dramáticas donde los animales hablaban con los humanos. Cuando escuchó los disparos, lo primero
que pensó fue en tomar varios puñados de esa tierra roja y guardarla en una cartera que usaba colgando del
cuello hecha con juncos enlazados. El pájaro blanco la vio, Alyuyah lo vio, pero no sabía quién era.
Luego lo volvió a ver cuando, en medio de la fiebre, Athieng le mojó la frente con agua del Nilo. El pájaro
blanco estaba allí. Alyuyah vio niños muy chiquitos que eran dejados en el agua, dentro de canastos, para que
escaparan de otra guerra muy lejana, pero que siempre es la misma. Vio miles de familias caminando por el
desierto, cruzando otras aguas, y un ejército que los seguía. Multitudes que cantaban mientras huían, cantaban
extrañas canciones apacibles.
Los pájaros blancos de patas negras y pico negro no saben vivir mucho.
Fue en la exposición de sus cuadros que preparó en una escuela deshabitada, donde un árbol había crecido,
torcido y nudoso, detrás de una ventana. Ana podía ver, detrás de esa ventana, un cuadro: el árbol encuadrado
por la ventana, el árbol retorcido y nudoso, gris y de fondo blanco, un cuadro más entre los suyos de niñas
con muñecas, y gatos sobre la cabeza de David, y títeres y juguetes.
Y ese día, cuando ya habían puesto el último clavo del último hilo del último cuadro colgado sobre la pared de
la última escuela del último arrabal de Arad, allí, donde el Mar Muerto aleja los misiles que como pájaros
extraños atraviesan el cielo para caer en el desierto, en ese momento fue cuando apareció Alyuyah, la niña que
no quería comer.
David estaba tarareando su nueva canción.
Alyuyah estaba cada vez más flaca, y no quería comer. Apenas mendrugos, un poco de agua. Tan solo para
sobrevivir, porque no era que no comía porque quería morir. No comía porque no podía.
Estaban ellos tres. Y los cuadros. Y el árbol nudoso que se había transformado en cuadro detrás de la ventana.
Alyuyah apenas estaba aprendiendo algunas palabras en el nuevo idioma; y Ana, algunas en nuba-muru. (*)
Alyuyah entonces dijo su primer palabra en idish:
- Mira.
Y de su cartera de juncos enlazados, sacó varios puñados de tierra roja. Luego sacó un perro de barro, una
mujer, un hombre, tres niños, y con ellos, de manera muy elocuente, de esa elocuencia sin palabras, con muchos
gestos y seres vivos hechos de arcilla, contó cómo habían escapado de la guerra y cómo no había nada para
comer.
Ana le dijo, también con gestos:
- Vamos a hacer un cuenco con esta tierra, y la vamos a cocinar aquí. ¿Está bien?
Y Alyuyah, que en árabe significa “sublime”, aprendió a modelar la arcilla con sus dedos.
Una vez, Ana tuvo un sueño. Bueno, en realidad siempre tiene un sueño, sueños dormida y sueños despierta. No
siempre sueños para pintar. Se sabe que suceden a esa hora en que todo parece realidad y es cuando apenas nos
despertamos. Al menos a Ana le pasa y supe de otras personas a las que le pasa lo mismo: al despertar, con los
ojos cerrados todavía, una imagen se deposita en esa agua clara del pensamiento, y baja allí, traído de la
nada, algo que nunca antes habíamos visto y se hace nuestro, tan nuestro que se nos parece un deber
compartirlo.
- David- le dijo a David. - Anoche, o esta mañana, tuve un sueño.
David es un chico de 60 años que, apenas se levanta, canta una canción que no conocía antes. La escribe, la
toca en la guitarra y la graba para que no se le olvide. Y entiende perfectamente que, cuando Ana dice algo
así, es porque hay que conseguir cómo transformarlo, al sueño.
- Tiene que ser en el fondo de un cuenco de barro
- No tenemos cuenco de barro y en Arad no hay arcilla - dijo David como si Ana no lo supiera.
Y cuando estaban en esa escuela de los arrabales, a Ana se le ocurrió hacer un guiso para que Alyuyah comiera.
Un guiso que se hace con lo que va quedando de las otras comidas: una cebolla, un tomate, una papa, una
zanahoria, un poco de arroz, y si hay un poco de carne ya es una fiesta. Guiso que se va haciendo con la misma
agua de las cosas. Tapado, tal vez un poco de agua por añadidura. Y con lo que haya: una hierba aromática, un
poco de sal, que en Arad nunca falta. Un guiso argentino, que en otros sitios del planeta lleva otro nombre,
pero que es el mismo afán de ser feliz comiendo con lo que les es dado. Alyuyah vio el proceso, mientras ella
misma hacía lo aprendido: una esfera con la arcilla que había traído de su casa de Sudán, tomarla con las
manos unidas con los pulgares hacia arriba, y con los mismos pulgares ir hendiendo el cuerpo de esa esfera que
se va transformando en cuenco, sin romperla, disfrutando de ese proceso que, como el guiso, se va
transformando, como si las cosas te fueran dando lo que necesitás, tan sólo porque hay una unidad entre tu
(¿cómo llamarlo?) íntimo espacio perfectamente humano y el objeto que estás moldeando. Puede ser la verdura,
la palabra o el sonido. En este caso, la arcilla en las manos de Alyuyah con los dedos juntos por debajo y el
pulgar hacia arriba, como el de los japoneses cuando se disponen a meditar. Y era eso exactamente lo que
estaban haciendo la pintora y la ceramista en ese instante en que todo parecía el único instante que estuviera
sucediendo en el universo todo.
Yo, acá, necesito una mentira. Como dije al principio, hay mentiras que son la única manera de decir algunas
cosas. Una mentira que no hace mal a nadie, al contrario. No una de esas mentiras que te hacen sentir mal, no.
Podés llamarla invención. Y es la mentira que se le ocurrió a Ana y fue que, cuando Alyuyah terminó el cuenco,
y se lo entregó, Ana le dijo que iba afuera a buscar un leño y en realidad fue a pintar rápidamene, en el
fondo del barro recién modelado, el pájaro que había soñado en el sueño. Un fondo verde, primero. Y luego ,
volvió con los leños para agregar al fuego sobre la que estaba la olla con el guiso, y puso el cuenco recién
pintado, boca abajo, sobre las brasas, que le daban ese abrigo que se suele llamar amor.
Cuando Alyuyah terminó de comer, cuando metió en su boca la última cucharada, lo vio. Abrió los ojos, dijo:
- Es el mismo pájaro que se posó en mi hombro mientras huía.
Y para que Ana la entendiera, dibujó la escena en el piso.
Aluyyah ahora es una mujer que hace cuencos de barro y los pinta. Y con ellos, da de comer a las niñas con hambre.
(*) La comunidad Nuba, que es la comundad a la que Al Bashir bombardeaba todo el tiempo, habla idioma
Nuba-Muru, que es una de las tantísimas lenguas africanas. Porque en las montañas de Nuba vivían diferentes
pueblos, todos pueblos que buscaban refugio y protección, porque al ser montañas tan altas, pocos podían ir y
someterlos. Entonces, y al parecer, las Montañas de Nuba son un paraíso de idiomas para la humanidad.
Afortunadamente, en estos últimos años, hubo una revolución en Sudán, y el criminal de Al Bashir fue
destituido. Fue una revolución muy peculiar, porque se produjo porque ya había demasiadas peleas internas, y
la dictadura tenía que caer. Ahora bien, el nuevo gobierno se constituyó como una alianza de distintos
sectores del país, donde también está representada la comunidad Nuba. También los pueblos Darfur y los pueblos
del Nilo. Estos tres grupos siempre fueron bombardeados y les hicieron progroms toda la vida. Lo interesante
es que por primera vez se sentaron ellos a ser parte de un gobierno. Además, los Nubas son católicos. Y por
primera vez, se abrieron iglesias en Sudán para que ellos puedan practicar su credo. Y todos, católicos y
musulmanes, acordaron que el poder político tenía que ser independiente del credo de sus ciudadanos.
(Comentario de Ana Camusso, luego de leer el borrador de este cuento que ahora publicamos aquí)