a la familia Mohusen
“No es cierto que hay personas que vuelven del otro lado en el cuerpo de un pájaro, porque si esto fuera
ciero, estarían definitivamente descartadas las evidencias de seres que han vuelto en forma de personas a ver
a sus amigos”.
- Xavier Pomptus, La incoherencia de estar vivos
Fue el pajarito de patas negras y pico negro, el de cuerpo blanco, el que me señaló el lugar. El mismo que
viajó desde Sudán y atravesó las arenas de Egipto, y se durmió en un cuenco de barro. El mismo que despidió
en
Asturias a una mujer solitaria y estuvo tambieén en Buenos Aires cuando había terminado el odio.
Llegaba el tiempo de empollar, y allí, entre el zinc del techo y la madera, podía ver el agua de la lluvia,
sonido que acuna a los pequeños. Allí hice rápidamente un nido como los hacemos nosotros: pronto; efímeros,
también.
Se acercaba el casamiento de Nico y Paoila, y todos extrañaban a la abuela.
Luli,y Nico habían nacido y crecido bajo el ala de esa abuela que les habia cocido batitas, remiendos en los
pantalones rotos e historias , como la de esa vez en que había conocido a Guillermo. Cosía y cocía extraños
dulces sin que nadie supiera cuáles eran los secretos de ese gusto de los duraznos revividos en el azíucar.
Ella era la que había visto crecer, con un asombro que no la dejaba hablar, esa vida de la que solo parecía
detenerse a observar.
Silvina, mientras tanto, iba y venía atravesando una casa que la mantenía a salvo y le permitía decrecer los
peligros. Silvina tenía el poder de hacer que los sucesivos berrinches terminaran en calma y luego, en risas,
con su sola mirada de un dolor desconocido que poco a poco se fue aliviando hasta que un día descubrió al
zorzal.
O a la zorzala, mejor dicho.
Pero me olvidaba decir también que la abuela Beti que, además de cantar casi constantemente, encomendar a Dios
cada paso, y conocer a sus abuelos, y abuelos de los abuelos y abuelos de los abuelos de los abuelos (sin
haberlos conocido), sabiendo de dónde venían, año, fechas, ocupaciones, historia de las épocas (cosa que le
había regalado muchos dones, entre ellos el de saber de la efímera trascendencia de la vida en la Tierra) ),
también tenía otros dones, como el de haber pintado un cuadro que no era de ella pero que lo hizo de ella, y
era el de los lienzos que quedaron solos en un sepulcro de piedra, en el que había estado el cuerpo que nunca
más se halló.
Créanme. No se puede traicionar a ese sentimiento que anda deambulando por allí y pensar: qué van a pensar de
mí. No se puede comenzar a pintar un cuadro si antes de pintar no has cazado ese algo que se quiere escapar y
lo atrapás por un momento y luego lo dejás ir.
Como luego sucedió con la zorzala.
Pero me estoy adelantando
El sentimiento (decía) es un tapir en el monte. Lo caza para verlo, pero no lo caza con tramperas, lo caza con la mirada, pero no con una mirada de los ojos: los caza con una mirada que está en otro lugar que no es este.
Fueron tres huevos, tres pichones, o dos, o uno. Sé que no todos los huevos son hijos, eso lo sabemos muy bien los zorzales. Nuestra especie aprende eso y lo llevamos sin dolor, sólo como una medida de lo que viene. Son raros estos humanos, van y vienen rápidamente, parece que algo está por acontecer.
Lo que dominaba la casa de David y Silvina y Nico y Luli, es el cuadro de los lienzos en el sepulcro de Jesús.
Los poderosos de la antigüedad (como todos los tiranos, que deshacen la tinta de la historia y la piedra sobre
la
cual se escribió queda manchada para siempre) habían ordenado: “Digan por allí que han robado el cuerpo; si
no, su
creencia se
extenderá por toda la Tierra”.
Pero no me voy a detener en eso, aunque ese era el sentimiento que hizo que un día la abuela Beti (varios años
atrás de
que la zorzala hiciera el nido) tomara los pinceles, lo que hizo que dejara de cantar.
De sonreír, inclusive.
Se puso muy seria, fue a su rincón preferido del verano, llevó su caballete, la tela. Tocó la tela, pensó en
el
sepulcro; se dijo: “el que había cubierto el cuerpo de Jesús era más suave”. Se lo imaginó, tomó los pinceles,
los
colores, y pintó un día entero.
- Abuela ¿querés comer?
La abuela contestaba con una sonrisa. Todos dejaron que continuara en ese ensimismamiento que lo cubría todo,
como
cuando por las noches iba a cubrir el cuerpo dormido de uno de sus nietos.
¿Qué estaba pintando la abuela?
Al día siguiente, lo vieron. Cuando David se levantó (David siempre se levanta más temprano) la encontró
tomando mate con tostadas y manteca. Su cara tenía la quietud del deber cumplido, como si haber cumplido con
aquello, hubiera sido el último recado. La abuela Beti solía decir que todo lo que hacía eran cosas que le
eran pedidas por seres mortales, por ángeles; no lo decía con esas palabras, ella lo decía mejor.
- ¿Qué te pasaba ayer, mamá?
La abuela contestó:
- Mis manos ya están vacías.
En esos días en que el pajarito de patas negras y pico engro y cuerpo blanco estableciera el lugar donde la zorzala iba a empollar, Luli había compuesto una canción para ella. Una canción de extrañeza (la extrañeza también tiene color, un color necesario para crear). La extrañeza de algo lejano pero vivo, vivísimo, como el recuerdo de una flor marchita guardada dentro de un libro, alguien lo abre diez años después y recibe una impresión de la durable vida que no se podría haber recibido de otra manera. Una canción apacible, como todo; una canción que no lo decía, pero hablaba de que, hicieras lo que hicieres, o pasara lo que pasase, el ciclo eterno de la vida devolvería todo al sitio donde siempre tuvo que estar.
Las tareas eran muchas, había agitación en la casa. Silvina y Paola ordenaban la ropa, preparaban los bizcochuelos, las cremas; Nico delimitaba los últimos trámites, los horarios, el auto. David hacía que nadie se olvidara de nada.
Entonces fue cuando Luli la descubrió. Fue una mañana en que un chico que vendía ajos por la calle cantó el
nombre de lo que vendía. Lo cantó muy lindo, como se canta la esperanza, o la espera de que todo estaría bien
ese día.
Entonces la zorzala lo entendió.
Nadie la había visto todavía, había hecho su nido silenciosamente y había empollado tres huevos como son los
de los zorzales, con pintas azules sobre un blanco de mármol. E imitó el canto del vendedor de ajos. Eran dos
notas nomás, una larga , otra corta y la primera otra vez, corta también. Otro zorzal o zorzala le respondió a
lo lejos, y después otro u otra, y otra u otro y otro y otra. Así son los zorzales: era primavera, en
diciembre se avecinaba el casamiento. Era primavera, en primavera se preparan todos los casamientos del mundo,
la fiesta se prepara, las hojas están alertas en sus pimpollos.
Fueron tres, lo sabía. Dos no quedarán, uno está empezando a romperse. Viene. Viene. Es mejor que cantar, y canto. Una mujer joven de esta rara especie de humanos extiende la mano, me toma, yo la miro. Ella me da confianza, me habla. Suena cariñosa su voz.
En Argentina, al mejor cantor argentino le dicen El Zorzal Criollo. El zorzal es el nombre del Turdidae
Philomelos, o amante del canto.
Puede emitir, con tres o cuatro notas, más de cien melodías distintas, y también puede imitar el canto de
otros pájaros. Lo más sorprendente es que también le gusta imitar sonidos caseros, como el timbre de la casa,
o de un teléfono.
Fue por eso que la descubrió Luli.
En primavera , cuando están apichonando, cantan desaforadamente, desde las cuatro de la mañana, una orquesta
de múltiples acordes que pueden inspirar a músicos atentos y desconcertados. Es marrón en el lomo, amarillo
ceniciento en el pecho, no hay diferencias entre el macho y la hembra.
Y la vio, debajo del alero, sobre un palo, debajo de la chapa. Era el mejor lugar, nunca tendrían frío allí.
Era una tarea difícil, había puesto tres huevos y uno al menos tenía que sobrevivir, los cuidaría con
precisión de tejedora de mimbres; con delectación de guerrera oriental y el amor del fuego.
- ¿Dónde estaba?
- Estaba ahí. Nunca la vimos.
- Cómo la descubriste?
- Porque cantó como canta el chico de los ajos.
- Es una zorzal – dijo Silvina.
Luli se quedó azorada. ¡Un zorzal!
- Es un zorzal criollo, una zorzala, ¡perdón! - y fue así cómo Silvina inventó el vocablo.
Dos de los huevos se malograron. La zorzala sabía que esto era así. era una madre experimentada y solía dar
clases de estas cosas a las más pequeñas, cuando cantaban: unas, para aprender a volar; otras, para aprender a
empollar, a traerles la comida. Eso hizo ella durante diecisiete días, y faltaría luego otros diecisiete días
más para el nacimiento, la suave ruptura del cascarón celeste, celeste brillante con pintas negras aquí y
allá. En un descuido, una urraca había roto dos: quedaba uno. La esperanza estaba en marcha y la zorzala no se
levantó más hasta que el huevo se rompió y el pequeño le dio la bienvenida al sol ,y el universo entero le
dijo: “!Felicitaciones! Pudiste llegar hasta acá, ahora todo lo demás es tuyo.
Beti había aprendido a pintar el cuadro de los lienzos solos en el sepulcro de cuando era jovencita y todavía
no había conocido a Guillermo, y la iglesia era una casa en un pueblo del interior de la provincia de Buenos
Aires. Una casita de donde los domingos, y también algunos días de semana, se escuchaba cantar suaves himnos.
Había uno que había escrito San Francisco de Asís y que la zorzala le escuchó un día cantar a Silvina, en la
casa de Banfield. La abuela Beti, cuando era casi una niña y muy lejos todavía de ser una mujer, también lo
había cantado como su nuera ahora, o entonces, pero mucho después. ¿Se entiende esto? El tiempo es algo que no
es fácil de entender pero sí se sabe que transcurre y tal vez no vuelva nunca. Aunque Beti pensó un día que
sí., que quizá fuera posible que todo volviera otra vez desde que en esa casita, donde los pocos que iban,
sonreían y hablaban de que no iban a morir, y que cantaban esos himnos suaves, y Beti recordaba ese del
pobrecito de Asís:
!Oh!, creaciones del Señor,
alzad la voz y dad loor,
Tú, sol, radiante de fulgor,
luna de bello resplandor
y a través del cual, mientras lo cantaba, había empezado a imaginar, hacía mucho, lo que habría sucedido aquella vez dentro del sepulcro hecho sobre la piedra de la montaña.
Pasó octubre, pasó noviembre. Diciembre estaba al acecho, Todo ya era Navidad en la casa, y el casamiento
estaba cerca.
- ¡Mamá, mamá!
Luli estaba encantada. Encantada de cantar y de encantar como la encantaba el himno de San Francisco, como la
encantaba la guitarra y sus propias canciones que componía en un lugar solitario cuando las voces llegan
lentamente y los sonidos y el sentido se iba haciendo uno solo.
La zorzala había salido del nido para buscar unos bichitos, y en el fondo del nido el huevo azul brillante
había dado lugar a un pequeño ser con miedo o con avidez por comerse el día entero.
Entonces esperaron allí y pronto, muy pronto, me vieron llegar con el primer alimento para mi primer hija salvada de los gatos y las urracas. Ellas también eran una mamá y una hija; me pregunté primero si podrían entenderme. No lo supe enseguida, pero yo debía ir pronto al nido, debía ir pronto. Fui al nido. Me senté, Entonces la mamá humana acercó su mano y me acarició, luego me tomó, y no temí: esos seres femeninos de esa casa son extraños, porque saben de lo que sufre una madre y un bebé. Fue en esos días en que el pajarito blanco de pico negro y patas negras volvió para decirme que podía confiar en ellos.
Nico y Paola se casaron.
David y Silvina descubren,de pronto, que la zorzala y su hija ya se habían ido.
Silvina y David, se quedan, luego, un largo rato de color azul mirando el cuadro que había vuelto a pintar la
abuela.
Como si lo volviera a pintar cada vez que ellos lo miraban.
Como se vuelven a hacer de todos las cosas que se hacen para siempre.