29 de mayo de 2021 | Autor: Horacio Clemente
Alejandro Seta, que es un amigo y a quien mucho le debo, me invita a decir algo acerca de por qué escribo. Justamente porque es amigo con quien estoy en deuda, le respondí que algo podría escribir. No es pose lo mío, pero años atrás podía yo haber dicho o escrito algo mucho más extenso y minucioso de lo que me animo a decir hoy.
En verdad no sé por qué escribo; las circunstancias me llevaron a eso. Así como me convertí en escritor pude haberme convertido en carnicero, por ejemplo, porque carnicero era mi padre y si nunca me ofreció a trabajar con él fue (así lo entiendo), porque mi mamá esperaba algo más valioso, directamente más digno (para ella), sobre el futuro de sus hijos varones que fuimos dos.
Ese otro hijo que tuvo, mi hermano, me llevaba trece años. Fue poeta y periodista. Como poeta se lo incluía en la llamada “Generación del 40”, generación vilipendiada por algunos “vanguardistas” que aparecieron fugazmente entre el 60 y 70. Como periodista, cuando cumplí diez y siete años y abandoné los estudios secundarios, es decir en 1946, consiguió que me emplearan en el diario en donde él trabajaba: Noticias Gráficas. Este diario, que estuvo a favor de la “Unión Democrática” y había despotricado contra Perón, fue comprado por el peronismo cuando se hizo gobierno y pasó a integrar su cadena de medios publicitarios. Allí estuve diez años, no como redactor, sino como “Archivero Gráfico”. Y allí, considero, se fue afirmando mi destino. El contacto cotidiano durante tanto tiempo con mi hermano (que se había casado) y con algunos redactores del diario que también eran escritores bastante reconocidos en su época como Bernardo Verbitsky, José Barcía, Pablo Rojas Paz, José Portogalo, Santiago Ganduglia, Arverás, Eliseo Montaine, González Carbalho, debe de haber influido en mi viraje a escritor.
En ese clima, en medio de ese ambiente, lo que más seguía gustándome era jugar al fútbol de potrero y estaba a kilómetros de distancia de ser un intelectual como aquellos de cuyos nombres e imágenes llevo conmigo hasta hoy, cuando hoy, a casi nadie de ellos se lo recuerda.
Sucedió que un día, tendría unos dieciocho o diecinueve años, quizá veinte, sin saber por qué, mientras andaba por la calle, se me ocurrieron unos poemas dedicados a la muerte de mi mamá quien todavía estaba lejos, pero muy lejos, de morir. A partir de ese episodio que me surgió como de repente, impensadamente, seguí escribiendo. Escribiendo hasta ahora. Y también, desde aquel entonces, comencé a cultivarme.
Sí: por estas circunstancias no buscadas pero aceptadas que describo –aunque por encima y sin orden-, supongo que me convertí en escritor. Acepto que muy interesado estaría en llegar a ser como mi hermano y como esos periodistas y escritores que lo acompañaban en el diario. Y dada mi falta de formación e ignorancia general no me fue fácil.
Aprendí a escribir escribiendo. Tuve que leer, entender y saber aplicar las reglas gramaticales, la declinación de los verbos, enriquecer el vocabulario, comprender lo que leía. Y a soportar los rechazos de mis primeros textos a los que soñaba ver publicados en el diario y que me eran rechazados por pobres y deficientes. Pero mi hermano y aquellos compañeros intelectuales con los que compartía la redacción fueron mis maestros; mi hermano de una manera más dispuesta; el resto sin proponérselo ni saberlo. (Y no menciono a los nuevos que en dos o tres casos se convirtieron en mis amigos y que fueron ingresando en el Diario cuando éste, ya casi en sus finales, pasó a manos de la Revolución Libertadora: Pedro Orgambide, Roberto Hosne, Héctor Viel Temperley, Osvaldo Bayer, Rogelio García Lupo, Jacobo Timerman. ¡Cómo no contagiarse y continuar!)
Así y todo, hoy podría decir que no estoy totalmente seguro de por qué me hice escritor, pero sí tal vez para qué lo soy. Por supuesto que me doy cuenta de que escribo naturalmente porque, igual que a cualquier otro, me surge de adentro; que es como la sed, el hambre o el deseo sexual. Como una pulsión que exige satisfacerla hasta que llegue el alivio. Pero en mucho también escribo para que me publiquen. Y quiero que me publiquen porque, para mí, es lo mismo que hablar. Pero hablar con la gente, no con las paredes. Sí: escribir y publicar es mi manera de hablarle a los demás. Y que me escuchen aunque no estemos de acuerdo.
Debo explicar, sin embargo, que hubo un corte en esa actividad y deseo de escribir al que podría considerarse como instintivo aunque sé que no lo es. En un momento de mi vida no quise escribir más y preferí dedicarme a otro oficio, tanto como placer o necesidad vital como forma de ganarme la vida. Por muchos años, más de una veintena, me abstuve conscientemente de escribir hasta que regresé a ello. Pero lo que estoy agregando me pertenece a otra historia. No viene al caso hablar de ella aquí.
No soy más que el vagón de un tren que en la década del sesenta se tambaleaba, llegando, sobre ese río a orillas de la ciudad de Necochea. Los primeros acordes de la música de Piazzola me vuelve a llevar a quién soy. Las palabras de mi abuela Sara, un libro encontrado por azar, Cris, la escritura tambaleante, mis hijos, el descubrimiento de Dios.
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