14 de junio de 2021 | Autor: Alejandro Seta
El primer teatro de títeres de la Argentina fue de origen siciliano y se montó en el barrio de La Boca. La llegada de Federico García Lorca al país con su compañía de muñecos fue un punto de inflexión en el desarrollo de este arte en nuestro medio.
Desde sus ojos azules, un jovencito de 17 años, una tarde de invierno, en La Boca, mira una escena de los "pupi" sicilianos. Extasiado, decide volver a ese lugar hasta hacerse amigo de esa buena gente: Sebastián Terranova y Carolina Ligotti habían llegado hacía poco de la ciudad de Palermo y, sin saberlo, casi simultáneamente junto a Vito Cantone y José Antonio Grasso, fundaban el primer teatro de títeres de la Argentina.
Traían consigo una fuerte tradición siciliana que se transmitía de padres a hijos: los pupi, fuertes muñecos de madera muy pesados, con armaduras y escudos, vestimentas llamativas, manejados desde un andamio con balcón, con una varilla de acero que atravesaba la cabeza y se enganchaba en el torso a través de una argolla, lo que les permitía las peleas con espadas. De fondo, la vista de paisajes extravagantes. La luz, la música que un niño ejecutaba con un acordeón con teclas o manivela, cerraban los ingredientes necesarios para contar con asombro sin tregua, las historias del ciclo Carolingio: reyes, príncipes, hadas, ángeles y dragones; castillos incendiados, barcos que naufragan en fieras tormentas y héroes casi dioses que salvan a las damas de los más increíbles avatares. ¿Cómo no despertar hasta lo indecible, el imaginario poderoso de ese chico que no podía dejar de mirar con asombro y que luego sería (o ya era) uno de los más grandes poetas y el patriarca indiscutido de los titiriteros en nuestro país, Javier Villafañe? Él mismo escribió después: "Los frecuentaba, y fui testigo de cómo, al igual que sus padres y abuelos, envejecieron y murieron al lado de sus marionetas. Un buen día tuvieron que cerrar el teatro de la calle Necochea. Los impuestos eran demasiado altos y los titiriteros terminaron vendiendo cigarrillos en un pequeño local. Unos años después consiguieron otro salón en la calle Irala. Volvió a sonar el organito. El público, siempre el mismo público -viejos italianos, marineros, obreros del puerto- concurrían todas las noches para seguir los episodios de Orlando y Rinaldo. Pero, lamentablemente, con la inundación del año 1940 los titiriteros perdieron sus títeres y su teatro. Volvieron al pequeño local a seguir vendiendo cigarrillos y allí murieron, pobres y olvidados." ¿Alguien rescataría décadas después esa historia de muñecos que hoy son Patrimonio de la Humanidad declarado por la Unesco.
En los comienzos del siglo XXI, cientos de titiriteros, con riquísimas experiencias, hormiguean el país con títeres de diversas técnicas. Parte de esta historia es la narrada por Laura Pagés, quien en el año 2010, ganó el Primer Premio en el Festival de Teatro de la provincia de Buenos Aires con su obra Beatriz, historia de una mujer inventada.
Y que le hayan dado ese premio en un mundo de actores (en el cual aún existe cierta negación hacia el teatro de títeres como tal) tiene un doble mérito. A la historia la cuenta sólo Beatriz, mujer que pone en su boca las voces de otros. Y que desgarra con su sinceridad, con su historia desnuda. La titiritera, de negro, la maneja desde atrás, de pie; la sostiene con la mano derecha, y su desafío es desaparecer a la vista del público que lo acepta. Beatriz no tiene pies, pero, firme, camina.”Todo comenzó con la historia, luego el personaje.
La historia y luego una Beatriz chiquita, de mesa. Sergio Mercurio, mi director, me dijo: '¿Querés que te vea mucho público?': Entonces la agrandé. Contaba la historia de una familia, a través de esa mujer, sus vivencias; y los materiales me ayudaron. Necesitaba dos pedazos grandes de gomaespuma, y corté el colchón de mi cama, lo rellené con trapos y lo cosí, tan bien, que mi esposo no me creía, hasta que un día lo dio vuelta y ¡oh! ahí estaba la costura. La peluca era de mi abuela, y el vestido lo encontré en una feria americana. Sí, este es. Cuando Sarah Bianchi vio a Beatriz, fascinada, le dijo: '¡Vos y yo vamos a trabajar juntas un día!'. Y ahora sigo con el vestido, me pregunto: de quién habrá sido, cómo habrá sido esa historia. O sea, los objetos vuelven a mí, me cuentan vidas. Después pude comprar un colchón nuevo ¡gracias a Beatriz!”.
Beatriz despierta empatías: “Yo tengo una maestra, una tía, todos a alguien tenemos. Y todo eso lo genera un objeto construido con muchos objetos queridos”. El titiritero santafesino Rodolfo Costa, nos cuenta: "Es curiosa la relación que siempre tuve con los títeres. Parte desde el material; mientras más simple sea, más expresivo es y más cariño se les toma. Estos últimos años he trabajado con caricaturas previas o dibujos muy elementales, y al llevarlos al material despiertan una ternura distinta al del muñeco que ya está 'premeditado'.
Es como verlo crecer y adquirir toda la inocencia desde el material mismo. De por sí, los titiriteros somos bastante especiales en materia de sensibilidad, está bueno esto del material simple y las posibilidades a partir del rostro. Adquieren otra ternura." Una vez, el titiritero Daniel Spinelli, detenido durante la dictadura militar en la cárcel del Chaco, tal vez una de las más tenebrosas del país, me contó que la única expresión que permitían los guardiacárceles era la que él les había enseñado a los presos: hacer títeres con frazadas y sábanas.
Javier Villafañe ahora tiene 20 años y corre el año 1930 en el barrio de Almagro. Ve pasar una carreta y en su interior un joven fumando mientras mira el cielo. Está en un balcón con su amigo Juan Pedro Ramos. Venden los muebles, compran un caballo, una carreta, le ponen el nombre, La andariega, y salen a recorrer el mundo. No hay pueblito del interior donde sus títeres, literalmente, no hayan llegado. Y mientras sucede esta epopeya, Federico García Lorca , en el año 1933, arriba a Buenos Aires con su Retablillo de don Cristóbal, y da una función para amigos en el hall del Teatro Avenida. Mané Bernardo es una de las que comienzan a hacer títeres. Sarah Bianchi se le suma poco después, crean el Museo del Títere que se quema en el incendio del Teatro Cervantes del año '47.
Dolidas, asisten al funeral de 90 de sus muñecos y rescatan 11 entre la basura del incendio. A Javier Villafañe, una inundación del litoral le arruina sus títeres y tiene que volver a modelarlos. Son exiliados durante la dictadura, vuelven en 1983, se crea la Cooperativa de la Calle de los Títeres. Ya había sido fundado el Elenco de Titiriteros del Teatro General San Martín. Ahora estamos en Mendoza, década de 1940, y un niño de ocho años, hijo del poeta Alfredo Bufano, llamado Ariel, le alcanza los títeres a Javier, desde atrás, en representaciones por la provincia. Ese niño será el fundador de dicho elenco, del cual derivarán decenas de experiencias generadoras: Guillermo Roig la lleva al cine, Rafael Curci escribe libros llenos de experiencias y reflexiones y es considerado uno de los pocos que teoriza sobre este aspecto del títere y del objeto, Sergio Rower funda el grupo Libertablas; Ana Alvarado y Daniel Veronese dirigen El periférico de objetos y tantos otros. En Tránsito pesado, obra fílmica de fuerte contenido testimonial, ubicada en 2002, plena crisis posterior al fraude delarruísta, Roig crea un conmovedor final que según sus palabras "no hubiera sido posible si yo no hubiese sido titiritero".
La nena de la calle es recogida en manos de una escultura titiritera símbolo de La Piedad cristiana de Miguel Ángel, cobijada de la intemperie y amparada de la violencia. Roig sigue: "Al pequeño movimiento lo otorga la cámara. Yo quería que hubiera un fotograma que explicara toda la película. Y es ese, seguro. Cuando tenés dos profesiones, como en este caso, las terminás retroalimentando. La cámara es una gran títere que manipula a su vez otros elementos." "Una de las diferencias fundamentales entre títeres y objetos -dice Rafael Curci en su libro de próxima aparición en México Títeres, objetos y otras metáforas- radica en que los objetos no se animan desde una técnica o desde la mímesis (imitación), como los títeres, sino a partir de una poética." Como dice Máximo Schuster, "animar un objeto es dejarse reflejar en él". Por esa poética o por ese dejar reflejarse Curci, ahora residente en Brasil, ideó y dirigió la reconstrucción de los pupis en 2005 y los llevó al teatro de La Rivera, en La Boca, con su obra El caballero Vacilante.
Javier ha fallecido en el '95, pero ahora mira en ese teatro los pupis reconstruidos en el Taller del Teatro San Martín, festeja como un niño de 100 años las peripecias del Caballero Vacilante, y salta en su butaca. En ese entonces dijo Curci: "Estamos recuperando la identidad del barrio y del porteño. ¿Hay algo más triste que ver un títere en el Museo? Ahora podemos verlos." Y aquellos muñecos que fundaron el arte de los títeres en la Argentina vuelven a actuar, a vivir.
El movimiento titiritero argentino es poderoso, variado, extendido por todo su territorio, rescata, hunde sus raíces en el pasado, forma maestros, y se lanza hacia el futuro para seguir contando las historias que se contaron siempre o que aún falta contar.
No soy más que el vagón de un tren que en la década del sesenta se tambaleaba, llegando, sobre ese río a orillas de la ciudad de Necochea. Los primeros acordes de la música de Piazzola me vuelve a llevar a quién soy. Las palabras de mi abuela Sara, un libro encontrado por azar, Cris, la escritura tambaleante, mis hijos, el descubrimiento de Dios.
Acerca de Mí