26 de marzo de 2021 | Autor: Martin Ayos
Escribir es el arte de parir simulacros. Pero estos simulacros, ¿de dónde vienen? Para rastrearlos, tal vez, habría que ver de dónde viene la escritura misma, ese acto mediúmnico que nos convierte en vacíos fértiles, en una membrana entre el pasado y el porvenir.
Habría que ver, que estar allí. Seguir, tal vez, la premisa de Juan L Ortiz:
“Hay que perder a veces “la ciudad” y hay que perder a veces “las letras” para reencontrarlas sobre el vértigo, más puras en las relaciones de los orígenes… O más ligeras, si prefieres, como en ese domingo y en esa fantasía que serán… Hay que perder los vestidos y hay que perder la misma identidad para que el poema, deseablemente anónimo, siga a la florecilla que no firma, no, su perfección en la armonía que la excede…” (1)
Un simulacro es, desde Platón hasta nuestros días, una imagen desprovista de esencia. Vale decir, la imagen misma, en bruto, en su devenir más puro, en su purísima singularidad. Hasta los cuerpos y todo lo que les ocurre son simulacros. Dentro de una realidad dada de facto, hacer surgir estos simulacros es poner en evidencia la ausencia de una Verdad única. En este sentido es que Rimbaud decía que el poeta es “un ladrón de fuego”, un nuevo Prometeo. No tanto porque diera cuenta cabal de lo que “es”; sino como el revolucionario, quien puede derrocar la monarquía de la Verdad. En la lucha entre lo “ideal” (las esencias) y lo “sensible” (los simulacros), aún creando su propio “ideal”, el poeta es quien da a lo sensible el poder que le fuera arrebatado. El poeta, si seguimos los versos de Juan L ortiz, es quien recupera y enaltece el devenir: pues es quien capta, muestra, ¡y crea!, lo “mínimo”, lo complejo, los más pequeños devenires y sus imbricaciones y desvíos.
Todo lo que puede haber de sensible en un poeta no guarda relación con la sensibilería, sino con los sentidos (sensibilia). Lo que hay de afectivo, con el pathos, o mejor un materialismo ético. El deseo, con una construcción política. En pocas palabras, nada de ideal, todo inmanencia.
No hay recetas para escribir. Sino, una disposición del alma. Y, sin embargo, como en toda disciplina, hay reglas, un modo de hacerlo “bien”.
Rilke, por ejemplo, nos dice: “Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie. Hay solo un único medio. Entre en usted. Examine ese fundamento que usted llama escribir; ponga a prueba si extiende sus raíces hasta el lugar más profundo de su corazón; reconozca si se moriría usted sí le privaran de escribir. Esto, sobre todo: pregúntese en la hora más silenciosa de su noche: ¿debo escribir? Excave en sí mismo, en busca de una respuesta profunda. Y si ésta hubiera de ser de asentimiento, si hubiera usted de enfrentarse a esta grave pregunta con un enérgico y sencillo debo, entonces construya su vida según esa necesidad: su vida, entrando hasta su hora más indiferente y pequeña, debe ser un signo y un testimonio es impulso. Entonces, aproxímese a la naturaleza. Entonces, intente, como el primer hombre decir lo que ve y lo que experimentan y ama y pierde. No escriba poesías de amor; apártese ante todo de formas que son demasiado corrientes y habituales: son las más difíciles, porque hace falta una gran fuerza madura para dar algo propio, donde se establecen las multitud de tradiciones buenas y, en parte, brillantes. Por eso, sálvese de los temas generales y vuélvase a los que ofrecen su propia vida cotidiana: describa sus melancolías y deseos, los pensamientos fugaces y la fe en alguna belleza; descríbalo todo con sinceridad interior, tranquila, humilde, y use, para expresarlo, las cosas de su ambiente, las imágenes de sus sueños y los objetos de su recuerdo. Si su vida cotidiana le parece pobre no se queje de ella; quéjese de usted mismo, dígase que no es bastante poeta como para conjurar sus riquezas: pues para los creadores no hay pobreza ni lugar pobre e indiferente.” (2)
Lo complejo reside en que ese “modo” siempre es “propio”, “singular” y así y todo, también es “universal” o colectivo. Es un “saber hacer”, una técnica. Esta técnica tiene que ver con la habilidad de quitar los adornos, de volverse cada vez más sobrios. Las palabras son preciosísimas. Al estar desprovistas de esta Verdad única, de no estar atadas a la cosa que debrían señalar, cada una puede ser un amuleto, una puerta al sentido o a una metonimia infinita.
La tarea es poder disponer de esos signos en un espacio-tiempo, de modo tal que cada verso sea una ventana abierta a aquello “otro”, que el conjunto de los versos o las palabras dispuestas en esa constelación hagan habitable esa región del lenguaje que, desnuda, es capaz de quemar o inmolar a quien se le acerque demasiado.
Para ello es necesario proveerse de herramientas. Estas pueden ser, en principio, las reglas generales de la escritura. Pero también pueden ser otras, singulares, que creen un estilo, un nombre propio. Las reglas, por supuesto, están para romperlas. Una vez aplicadas aquí o allí, pueden ser torcidas, vulneradas, reinventadas si ello es eficaz. Se trata de que estas herramientas nos permitan crear un plan y que, decididamente, siempre falle. Que dé lugar a nuevos modos de exploración.
En definitiva, si tomamos la escritura como un laboratorio, nuestro espirítu estará abierto a aprender a crear, a fallar mil veces y volver a intentarlo. Pero también aceptaremos que el resultado siempre deba volver a ponerse a prueba, para que el proceso de la escritura siga, no sea interrumpido por el orden de las cosas, por lo que “es”.
No soy más que el vagón de un tren que en la década del sesenta se tambaleaba, llegando, sobre ese río a orillas de la ciudad de Necochea. Los primeros acordes de la música de Piazzola me vuelve a llevar a quién soy. Las palabras de mi abuela Sara, un libro encontrado por azar, Cris, la escritura tambaleante, mis hijos, el descubrimiento de Dios.
Acerca de Mí