1 de junio de 2021 | Autor: Alejandro Seta
Las manzanas se le podrían, no lo esperaban.
Tardaba tantos meses en pintarlas que aquellas manzanas verdes se iban enrojando y luego, nada, se llenaban de esa amargura ocre a la que se someten todas las manzanas.
Igualmente, que dos manzanas sobre un mantel negro, bajo una luz tenue duraran tres meses (una manzana colgada de un hilo, la otra apoyada) era de por sí un prodigio para cualquier fruta.
Sin embargo, sus manos no llegaban a captarlas, todos los atardeceres subía a su altillo, prendía la luz sobre la mesa, y les rogaba que lo esperaran, faltaba tal retoque, todavía no vivían, un día vivirían, lo sabía, pero no llegaban, lo importante no eran las manzanas, sino lo que las manzanas le dirían, lo que las manzanas lo extasiarían un día de estos, de repente, sin aviso, como un telegrama que se recibe de repente y no te da una mala noticia, te dice que está listo, que podés pasarlo a buscar, es decir, bajarlo del atril, y poner otro modelo, esta vez una jarra y un vaso, un vaso vacío y una jarra de barro, una hermosa jarra.
La llamó a ella. Ella sabía que cuando lo llamaba era porque las manzanas, la jarra, el retrato, ya le habían hablado, inaudible, le habían dicho palabras que no se pueden traducir a idioma alguno de este mundo.
Ustedes saben a qué me refiero, y si no lo saben, escuchen este cuento.
Fue a estudiar fotografía: la mirada, la tendencia de la luz, cierta inclinación, la lente exacta, aunque no todo estaba en la lente, en la mirada, en la luz, sino en algo más, en ese exacto resplandor del clic, en ese justo movimiento imperceptible en que el aparato se vuelve en algo invisible y la que hace clic es el alma misma, llamalo como quieras, ese tecleteo de máquina de escribir antigua, ese aleteo de mariposa por morirse, ese ruido de las hojas del tomate cuando todavía no está el tomate, sino que está en la hoja, esperándolo.
Y sacó la foto de las manzanas, una colgado de un hilo, otra apoyada en el mantel; pero esta vez fue la foto de la jarra y el vaso, el vaso y la jarra, no de la jarra y el vaso, sino de los dedos que amasaron esa jarra; no esa jarra, las huellas digitales de los dedos, el temblor de las manos, el tecleteo de la máquina de escribir antigua, las hojas del tomate sin tomate.
Eso había aprendido en el curso de fotografía, la profesora era una persona que sabía de matemáticas, de miradas, de la luz de los equinoccios, donde lo importante no era el arco y la flecha, lo importante era ese blanco al que había que darle y no estaba en otro lugar que entre las costillas, exactamente del lado izquierdo, a donde todavía llega tu mano, llamalo corazón si querés, pero no es eso tampoco.
Pero el pintor de Burzaco lo entendió perfectamente. Entonces, puso la jarra, el vaso, la luz, el mantel, y se puso a pintar.
Al otro día, cuando todavía la tela y el olor a trementina y las ideas eran sólo una amenaza, percibió algo distinto en la jarra y en el vaso, como una complicidad, un guiño, una confidencialidad callada. El vaso estaba vacío como siempre y por algo que lo movió a mirar (nuestras vidas están llenas de estas cosas que no siempre percibimos) miró en el interior de la jarra, y al moverla para mirar, antes de mirar, escuchó un ruido que no es ruido, y que no se parece a ningún otro sonido de este mundo.
En el interior de la jarra había un poco de agua.
Pensó un poco.
Estaba seguro que la locura no había llegado, que no había habido agua en esa jarra, que tampoco la había puesto en sueños.
Bajó las escaleras, le preguntó a ella sin preguntárselo, porque después de treinta años esas cosas ya se saben.
Él se quedó pensando.
Desde ese día, todas las mañanas tenían agua. La vaciaban y tenían agua. Pensaron en las lenguas sedientas que en algún lugar del mundo se despertaban deseando esa cosa desconocida que ni sabían cómo llamarla, pero que en otros lados la llamaban con esos cuatro sonidos que eran uno solo y que sonaban al agua.
Agua, agua.
Pensaron en Antoine de Saint-Exupery perdido en el desierto del Sahara (“encontré la verdad en estas gotas”), pensaron en los cebúes de la India que desfallecen por llegar al río sagrado, pensaron en los que no saben, en los que buscan, en los que encuentran.
Sin hablarlo, fueron a la huerta, regaron los tomates. Al darse vuelta, había tomates, rojos, increíbles.
Fueron a la calle y al primer mendigo que les pidió una moneda, le dieron un vaso de esa agua, y el hombre se levantó y cambió su vida para siempre, se transformó en telegrafista, el mejor telegrafista del mundo, no importa lo qué, pero el mejor contra nadie.
Un perro que padecía de sarna se curó al instante. La gente venía a preguntarles sobre sus asuntos, sus problemas. Ellos, sin decirles nada, le daban de esa agua, y sin decirles nada, con sólo abrazarlos con abrazos que abrazan, se iban de allí con una respuesta.
Pero esto ocurría de tanto en tanto, le escapaban a esa entelequia de que los creyeran manosantas.
Cada mañana, el agua , un poco de agua, la cantidad exacta para que el vaso se llenara, volvía a la jarra. El agua no tenía nada diferente a otras aguas.
Hasta la llevaron al laboratorio.
Llegaron a ser ancianos saludables, un día se vieron blancos como tigres.
El pintor de Burzaco tardó toda una vida en pintar el cuadro, y cuando dio la última pincelada se dio cuenta de que lo importante no era la pintura, lo importante no era esa cosa vana de los hombres, lo importante era esa maquinita que teclea, ese rumor de las hojas del tomate antes que el tomate fuese, ese murmullo de lo que llamamos corazón, pero que tampoco.
Que lo importante era el agua.
No soy más que el vagón de un tren que en la década del sesenta se tambaleaba, llegando, sobre ese río a orillas de la ciudad de Necochea. Los primeros acordes de la música de Piazzola me vuelve a llevar a quién soy. Las palabras de mi abuela Sara, un libro encontrado por azar, Cris, la escritura tambaleante, mis hijos, el descubrimiento de Dios.
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