19 de julio de 2021 | Autor: Alejandro Seta
Trece años, mala prensa.
Saben a qué me refiero, a uno de esos alumnos por el que nadie da un peso, que suele estar en boca de los profes en los recreos, quien ya tiene la materia desaprobada desde el primer día de clase. De eso me enteré después, no lo conocía y me enteré después.
Pero aquel primer día de clase llevé mi humilde colección de cuentos bilingües, los distribuí azarosamente y les dije que íbamos a practicar una hora de lectura silenciosa.
Silencio mortal. Alguien preguntó: ¿qué tenemos que hacer?
Caras de azor.
-Leer -les repetí. Y, obedientes (ustedes saben, el primer día de clase ellos tampoco me conocían) se dispusieron a leer. De pronto, ese alumno del que les hablé, habiendo transcurrido una media hora, levantó su cabeza, miró a su alrededor, y me dijo:
-¡Profe, profe! ¿sabe lo que me pasó?
-No.
-De repente levanté la cabeza y vi que acá estaban mis compañeros. Pero estaba viendo un lugar lleno de sangre, donde a una mujer le habían arrancado la cabeza y la habían metido adentro de la chimenea.
-¿Qué estás leyendo? -inquirí. Y me mostró el libro: "Los crímenes de la calle Morgue" de Edgar Allan Poe, esa tenebrosa pintura de lo que comenzaba a ser la ciudad cosmopolita posterior a la revolución industrial. El cuento policial más extraordinario, donde el asesino no es el mayordomo sino el orangután. El chico seguía ahí mirándome.
-¿Sabés lo que pasó?
-¿Qué pasó?
-Descubriste la lectura. Eso es la lectura: el olvido de dónde estás, quién sos. ¿No es maravilloso? AL chico no le parecía tan maravilloso, o eso me pareció. Inclinó la cabeza y siguió leyendo. No hubo gran planificación. Sólo un tiempo libre para leer. A otros también les gustó la experiencia. Especialmente a los que ya leían. Pero como docente sentí que había salvado un alma. ¿Salvándola de qué? El azar había hecho su parte y el azor la otra. Poe ya había colaborado y un lugar como la escuela, el pretexto. Este cuento no tiene fin. La pregunta es ¿de qué se habrá salvado, si se salvó de algo?
-¿Por qué no se lo habré pedido prestado?
Gustavo se hacía esta pregunta mientras caminaba hacia su casa y de tanto en tanto se le aparecía la imagen de la anciana decapitada, de la sobrina destrozada, de la fuerza brutal del asesino, del clavo oxidado. Ese Auguste había basado toda su sospecha en un clavo roto que permitía que la ventana se cerrara desde afuera sin ayuda del interior. Así, el asesino quedaba a salvo de haber salido de aquella habitación, pero no por obra de su inteligencia, sino del mero azar. Maravilloso.
-Maravilloso –pensó Gustavo. La misma palabra que le había dicho el profe.
Nunca le habían parecido maravillosos los asesinatos, ni tampoco las noticias policiales, pero sí le parecía maravillosamente increíble que un escritor se ocupara de ello y se regocijara en la sangre de dos seres inocentes desparramada por toda una habitación. ¿Quién podría haberles hecho eso y para qué? Un ser que podría haber hablado varios idiomas o ninguno, algo inexplicable que rondaba aquella escena que le parecía ver. Una escena que jamás había existido salvo en la mente de Poe. Entonces –se preguntaba Gustavo- ¿por qué a él le parecía tan real? ¿Poe la había escrito para él?
-Hola, Gusti ¿cómo te fue?
Fernanda, la mamá de Gustavo, sabía de sobremanera lo de la mala prensa. Ella había ido a la misma escuela que ahora su hijo, cuando quedó embarazada y su novio, hijo de una familia adinerada, miró para otro lado, no la conoció más. Muchas veces se preguntó cómo habría podido haber sido tan estúpida de ceder ante los vocablos de: “te amo, te quiero, voy a vivir con vos siempre” cuando sólo eran palabras fingidas para lograr sexo, una tarea aprendida en el hogar en repetidas clases paternas. Una masturbación basada en mentiras y en falso escrúpulo. Pero de su remordimiento y autocastigo también se arrepentía porque de esa experiencia amarga con el que comenzó su adultez a los 16 años, estaba Gustavo, a quien adoraba. En aquel momento, no le daba la cara para pedir ayuda a sus padres o quedarse a vivir con ellos, por lo que dejó la escuela, se puso a trabajar en una verdulería hasta que nació el bebé, y se fue a vivir a una pieza alquilada. Luego, siguió trabajando dejando a Gustavo en lugares llenos de niños maltratados. Ella, al regresar a buscarlo, trataba de suplir con besos y caricias el cariño que le había faltado.
Lo logró.
Gustavo no parecía un chico falto de cariño. Irrespetuoso, a veces, había aprendido a defenderse de los adulto, y a desconfiar de ellos. Para que alguien le ganara el corazón tenía que demostrarlo variadamente y a lo largo de mucho tiempo. Ella sabía que él tenía que ser así y era una marca de su nacimiento, cuando, despreciada y despreciado por todos, sucumbieron a ser señalados por los rectos moralistas del pueblo que enseñan a sus hijos a engañar a las muchachas. Un ciclo invariable del que provenían sus empleados en el futuro, una buena fábrica de chicos serviciales y duros para sus empresas o negocios: los hijos de las madres solteras.
-Bien, mami. Descubrí la lectura.
Con ella Gustavo usaba diminutivos, la abrazaba y le daba caricias que ninguna otra persona recibía. Ella olía a sopa y papas fritas, pero para él era un olor adorable. Solía decirle: “Siempre voy a estar con vos, mami”.
-Pero algún día te vas a enamorar de alguna chica y te vas a casar.
-Bueno. Entonces mi novia va a tener que saber que vas a vivir con nosotros.
-Lo único que te pido, Gusti, es que nunca dejes a un hijo en la soledad. Siempre te hagas cargo de lo que hacés.
Ante estas palabras, Gustavo asentía y bajaba la cabeza. Claroquesí.
-¿Que descubriste la lectura?
-Eso me dijo el profe.
-¿Qué profe?
-El viejo de Lengua.
-“¡Viejo!”
-El profe de Lengua.
-¿Y qué te dijo?
-Que olvidarme de mí mismo mientras leía, era leer. Que había descubierto la lectura y dijo la palabra “maravilloso”.
-Maravilloso.
-Sí, maravilloso. ¿Vos qué pensás , mami?
-Que debe tener razón. A mí nunca me pasó.
-A mí, sí. Hoy. Estaba leyendo y de repente levanté la cabeza y estaban allí mis compañeros, con guardapolvos, el pizarrón, el viej…el profe de Lengua.
-Ahá.
-Era como un sueño. Como cuando te despertás de un sueño ¿viste? Un sueño horrible pero atractivo, del que no te querés despertar, porque lo estás viendo. Tocó el timbre y terminó. El profe se llevó el libro ¿por qué no se lo pedí?
-¿Cómo se llama el libro?
-No me acuerdo. Me acuerdo del autor: Poe. Me acuerdo porque tiene tres letras. Poe. Fernanda fue a la caja donde tenía guardada la plata para lo que quedaba del mes y encontró sólo unas monedas. ¿Por qué no tenía el dinero para comprárselo? Gustavo dijo la solución sin que ella supiera que la necesitaba.
-Termino de comer y voy a la biblioteca. ¿Puedo?
-Sí, hijo.
Comieron en silencio. Sopa y huevo frito con papas fritas. Fernanda miraba a su hijo y pensó por cuántas adversidades tendría que pasar antes de ser un hombre. ¿Sería importante eso de descubrir la lectura?
-Busco un libro acerca de un crimen. El autor es Poe. La bibliotecaria lo atajó en el aire.
-¿”Los crímenes de la calle Morgue”?
-¡Ese! ¿Cómo sabe? La bibliotecaria era una ex-directora de escuela que amaba los libros. No los moralizaba. De crímenes horrorosos o de dulces melodías pastoriles, todos los libros, menos los que atentaban contra la puireza de los chicos, todos eran amables para ella.
-Dese hace cientocincuenta años que la palabra “crimen” y la palabra “poe” no pueden disociarse. Edagar Allan Poe. Un hombre que sufrió mucho, que murió joven, que era adicto al alcohol y a las drogas pero que nos dejó una enseñanza, escribiendo maravillosas páginas en sus pocos momentos de sobriedad: la industrialización cometió el mayor de los crímenes. La industrialización crea al verdadero orangután.
-¿Orangután?
-¿Qué? ¿No lo leíste?
-No lo terminé.
-Entonces olvidate. Se dio vuelta y en el exacto momento en que la mano tarda de ir al estante y volver, tenía el libro ante sus narices.
-Ubicate por ahí y disfrutalo.
La amabilidad de la bibliotecaria le pareció encantadora a Gustavo. Buscó la silla que estaba en la sombra más apartada del salón y lo abrió. Buscó donde había dejado y, al encontrar el lugar, otra vez el olvido, otra vez Auguste Dupin descifrando los códigos secretos de un crimen del que nadie hallaba al culpable.
“Tienen lugar coincidencias más extraordinarias a cada hora de nuestras vidas” Auguste Dupin, en Los crímenes de la calle Morgue
Al terminar la lectura del cuento, Gustavo se mantuvo un momento en silencio, meditando en las consecuencias de aquel escrito. ¿Por qué un orangután? ¿Qué libro habría leído Poe para escribirlo? Fue a un estante de la sala de lectura, buscó la enciclopedia y sacó el tomo de la letra O.
“Orangután: en la Isla de Borneo, una de las dos grande islas de la India con la de Sumatra, hay un bosque tropical gigante donde vivían miles de orangutanes, hoy en peligro de extinción. La tala de los árboles y el cultivo de palmas de aceite ocasionaron que los orangutantes perdieran su hábitat y murieran sin sitio donde cobijarse, perseguidos por los cazadores. Las crías de orangután fueron arrancadas de los pechos de sus madres que habían sido muertas para venderlas como mascotas en mercados de Europa o Asia. Hoy, en el siglo XXI , queda una reserva en la zona montañosa de la Isla de Borneo, donde alrededor de novecientos ejemplares son cuidados para que no desaparezcan.”
Decía la información que los turistas que visitan la isla se ven sorprendidos por el cariño de esos simios del tamaño de una persona adulta, capaz de tener la fuerza de cinco, acostumbrados a andar colgados de los árboles, pero incapaces de agredir a un ser humano o a un semejante. Sí capaces de aprender y adquirir conocimientos, de usar herramientas y de tratar de imitar la voz humana.
Cerró la enciclopedia. Pensó en el orangután de ese marinero maltés,capturado para ser vendido en París, pero vuelto feroz al ser arrancado de su mundo y llevado a la habitación oscura de una cosmópolis asfixiante, llena de ruidos extraños y olores nauseabundos, incomparables con los olores, la luz y la frescura de su selva virgen. Vuelto feroz, el orangután fue capaz de asesinar, sin saberlo. Gustavo, al pensar en estas cosas, se preguntaba: “¿Seremos bestias sacadas de un lugar donde alguna vez fuimos felices?”.
-¿Y? ¿Qué te pareció?
-Pobre Poe.
-¿Pobre? ¿Por qué?
-Él era el orangután. La bibliotecaria se quedó pensando con el ceño fruncido. Le dijo lo primero que se le ocurrió:
-Sí, pobre, pobre Poe.
Ya en la calle, casi desesperado, como si las devorara, trajinó las cuadras que lo llevaban hasta su casa. Una inquietud parecida a la furia lo había invadido, tal vez por desconocer las razones de esa historia sangrienta, brutal y bella que había terminado de leer. Vio personas conocidas que lo saludaban y a los cuales no les podía contestar, y otras desconocidas a las que no podía comprender; era como si se preguntara, sin preguntárselo, cuál era el sentido de sus vidas, y muy íntimamente, también, cuál era el sentido de la suya propia.
Ese sentimiento, que no conocía y que ahora empezaba a despertársele, era algo parecido a la felicidad. Al preámbulo de la felicidad plena, al que un chico de trece años no puede acceder aún, o sí, pero sin darse cuenta. Lo que le estaba ocurriendo a Gustavo, entonces, era que se estaba dando cuenta de ese sentimiento. La felicidad de comprender por qué tanta gente sufría. De alguna manera que él todavía no podía comprender, pudo percibir a los poes del mundo, a los desesperados que sufren sin saber bien por qué.
Una cuadra antes de llegar a su casa, debió detenerse, preguntándose qué haría con ese sentimiento si no lo sabía controlar. Si alguien lo hubiera visto, le habría parecido un ebrio. Quizás creyó escuchar a una vecina que pasaba por allí y le preguntó: “Gusti ¿estás bien?”:
Quiso calmarse diciéndose: “Yo no soy el orangután de pou”.
En el patio, estaba su mamá lavando la ropa. A mano. En otro momento hubiera ido a abrazarla. Pero esa tarde, ese atardecer, se quedó mirándola. La madre refregaba la ropa con fruición acostumbrada. Fernanda no se quejaba de esas tareas, solía decir que eran las que tenía que hacer.
Gustavo la miró con extraña meditación, como si mirara un cuadro de la misma manera en que obsrevó la cara del simpático orangután en la biblioteca, convertido (por una gran ciudad como París, por el látigo de su dueño y por el desapego de su jungla) en una bestia feroz. Pensó que las personas tenían la capacidad de no transformarse, si lo querían; que podían seguir siendo dóciles, como Fernanda, como él. Pero también pensó en los miles de seres que no lo eran y que atestaban las calles, las escuelas, las empresas, los trenes. Ricos y pobres transformados en la ciudad de Poe.
Mira a su madre como si mirara a un cuadro.
Y ama ese cuadro.
Ama a su madre lavando la sangre que cubre el mundo, sangre vertida por la fuerza de un orangután desesperado.
No soy más que el vagón de un tren que en la década del sesenta se tambaleaba, llegando, sobre ese río a orillas de la ciudad de Necochea. Los primeros acordes de la música de Piazzola me vuelve a llevar a quién soy. Las palabras de mi abuela Sara, un libro encontrado por azar, Cris, la escritura tambaleante, mis hijos, el descubrimiento de Dios.
Acerca de Mí