EL PAYASO DE LA POBREZA EN LA ROPA | Alejandro Seta
EL PAYASO DE LA POBREZA EN LA ROPA

1 de agosto de 2021 | Autor: Alejandro Seta

a Emilio Aragón Bermúdez, Miliki, in memoriam

-No hay nadie invencible – dijo con solemnidad, con desprecio-. Y agregó.

-Ni siquiera el sol.

Estábamos saliendo a la calle.

-¿Por qué? - le pregunté.

Trató de mirarlo pero no pudo, y entrecerró los ojos.

-Porque hasta el sol se va a extinguir ¿no cree?

El hombre se quedó en silencio un rato. Estaba cansado: me había contado que hacía un mes había muerto su esposa, a la que amaba. Yo, por entonces, era periodista y había viajado quince horas para llegar a ese pueblito en el medio de la nada y encontrar a ese hombre que me contaría la historia que estaba buscando. La nota iba a salir publicada en la edición anual a todo color de “Vea y diga”. Por alguna razón había llegado hasta allí, para que alguien me narrara una historia sucedida a algún artista que había sido famoso y luego había caído en desgracia. Eso le interesa a la gente, y la revista se vendía bien. Mi socio y yo, por entonces, nos llevábamos bien, y creíamos sinceramente que “Vea y diga” iba a subsistir por siempre. Pero las palabras de ese hombre, al que yo había ido a buscar mediante un viaje de quince horas en tren y micro, me habían hecho pensar en lo que efectivamente ocurrió pocos años después: mi socio se fue atrás de una mujer que le esquilmó los últimos pesos y yo volví a dedicarme a la venta de manteles y servilletas. “Ni siquiera el sol” - había dicho. No nos dijimos nada después de esa declaración apocalíptica. Nos quedamos callados y luego de prender un cigarrillo, sentarse en un banquito que había bajo un árbol y mirarme con desprecio y desengaño, me dijo:

-¿Y a qué venía?

-A encontrarme con la historia del payaso.

-¿Y qué puede tener de raro? - dijo el hombre que después supe que se llamaba Rutilio Sánchez.

-Cuéntemela, por favor.

Y me contó:

“Hace muchos años, yo era joven, fui director de cultura en el municipio de acá al lado, una ciudad pequeña hace más o menos treinta años, imaginesé. No podía hacer grandes cosas, el presupuesto era escaso y había dos o tres tareas que debía realizar a cambio de un sueldo medianamente bueno: el desfile de a caballo en el día de la Patrona, darles crédito a los artistas locales sin que debiera importarme la calidad de sus obras, y recibir a los artistas que pasaran por el pueblo una o dos veces por año. De las tres tareas, la que más me gustaba era esta última, aunque era la menos transitada; de todos los oficios del mundo, los que más llegamos a querer son los que más nos cuestan: recibir a un artista viajante, conocer su historia, invitarlo a comer, conseguirle el teatro, era algo que me conmovía; lo hice con un pianista sin piano, una recitadora de poemas de Neruda, y dos enanos que hacían malabares. Entre ellos, al que recuerdo con mayor deleite es a ese payaso.Se me presentó un mediodía cuando ya estaba por cerrar la oficina, uno de los tantos días en que estaba ahí para cumplir mi horario y justificar mi sueldo; de más está decir que no tenía empleados porque el único que había tenido era un locutor malogrado que quería tener mi puesto y usaba el remanido procedimiento de crear una mala imagen de su enemigo, con mentiras y maledicencias; de manera que pedí el desplazamiento del energúmeno y lo pusieron de telefonista en la oficina de apremios legales (a la que no concurría nadie porque hacía décadas que los juicios eran archivados en un cajón, ya que proseguirlos restaba votos). Entiendo que eso a usted no le importe, pero es el marco de la situación en que me hallaba. El payaso era un hombre mayor, tal vez de setenta años; sin embargo, poseía un cuerpo ágil, me di cuenta cuando entró y se sentó en la silla, frente a mi escritorio; en su cara todavía estaba la vitalidad que todo ser humano necesita para seguir vivo. Porque todos necesitamos de esa vitalidad que es la vida misma. ¿Será ese el sol de cada uno? Tal vez seamos un Universo y no lo sepamos -disgregó. Pero aquel hombre, el payaso, tenía la pobreza en la ropa: una camisa parda gastada, un pantalón sin cinturón, y zapatos polvorientos a los que escondía para que no se les viera que tenían las suelas agujereadas. Me di cuenta porque cuando se sentó se ocupó muy bien de no levantarlos del piso. Y sin medias.

-Soy payaso – me dijo. - Tal vez usted pueda ayudarme. Estoy buscando un lugar donde actuar, me gano la vida así, un día en cada pueblo. Un salón que usted conozca (cobro una pequeña entrada) y un lugar para dormir. Yo podría haberle solucionado el problema en ese instante, pero me detuve en mirarlo a los ojos: ese no era un hombre común que un día se le había ocurrido ser payaso porque no tenía de qué vivir. No. Había algo.

-Sí. Cómo no. Lo voy a ayudar. Pero quiero que me cuente algo más. El hombre se quedó mirándome. Sólo mirándome. Le pregunté:

-¿Por qué trabaja así?

-Yo soy Milki – me contestó. Me quedé petrificado.

-¿Qué?

-Sí. Miliki, el payaso.

No necesitaba que me dijera más. Gaby, Fofó y Miliki eran los hermanos de mayor éxito durante años no sólo en nuestro país sino en el mundo entero. Los canales de televisión se peleaban los derechos para transmitir sus shows: eran músicos excelentes, cantautores, dramaturgos, malabaristas y...payasos. . ¿Quién no se había reído, asombrado y emocionado con sus historias, sus chistes, sus disparates ? Una pirámide de hermosura escénica, una arquitectura del divertimento, una ingeniería inacabable en un libreto exquisito.Y yo tenía frente a mí la historia viva de aquella época. Pero ¿por qué le creí? ¿No podía ser un farsante? Preferí creerle, preferí quedarme con el albur de saber que había tenido frente a mí al mismísimo Miliki.

Un día, Gaby– prosiguió- mi hermano mayor, empezó a pelear por las ganancias. Ganábamos muchisimo dinero.

Con sólo decirle que cuando íbamos a comer al mejor restaurante del mundo, prendíamos los cigarros con el billete de un dólar. Fiestas, honores, mujeres: lo teníamos todo, y como usted ya sabrá, cuando la limosna es buena hasta el santo desconfía, y no nos dábamos cuenta de que todo ese dinero, ese excesivo dinero, era una limosna que pronto se acabaría, pero que cuando es mucha, a cualquier hombre le hace creer que es invencible. Y nadie es invencible. Nadie. Gaby empezaba a hacer cuentas para ganar más, nos dijo a mí y a Fofito que a él le correspondía no la tercera parte, sino la mitad, porque no habíamos contado que había escrito los guiones, las partituras y la idea de cierta escena de malabares. Para esa época fue que se enfermó mi mujer, que era la cuarta integrante del grupo. Porque ella, Elena, era la que administraba y se ocupaba de la parte comercial. Pero la enfermedad de Elena, un cáncer atroz que comenzó en uno de los pulmones, se la iba llevando de a poco. Uno se cree gardel; qué digo gardel: gardel y lepera cuando todo va bien, pero cuando te enterás que se va a morir el ser que más amás, ya nada importa, sólo querés que no muera. Los líderes de todas las religiones del mundo se podrían haber parado frente a mí para explicarme sobre la necesidad de la muerte, pero lo único que yo quería era que mi amada no muriera. No importaba cómo ni a qué costo, pero que no muriera. Me aparté del grupo, mis hermanos buscaron un reemplazante y pronto se olvidaron de mí. Entonces yo tenía una fortuna y creí que podría comprar la vida de Elena. Con ese dinero empecé a viajar por muchos países (incluida Cuba, el país de mi mujer) buscando a alguien que me dijera que podía curarla, pero todos me decían que ya estaban las cartas echadas: se iba a morir. En ese intento por vencer lo que no se puede evitar, me quedé sin nada: sin dinero, sin casa, sin país, sin Elena. Un día murió, de más está decir que fue el día más oscuro de mi vida, aunque arriba brillara el sol. Y me quedé sólo conmigo. Después de varios meses de estar en la sombra de una pensión de la que ya me iban a echar por no pagar, me dije: “Sólo me tengo yo”. Era algo lógico ¿no? Cualquiera lo sabe, pero no era tan fácil darse cuenta. Y cuando me di cuenta de que yo no era el dueño de la vida mía ni de la de nadie y sólo me tenía yo, algo se despertó. a eso los hombres lo llaman esperanza. Yo era lo que soy: un payaso, malabarista, músico, mago. Eso era lo que era.

-Allí Miliki se interrumpió. Se quedó mirando el suelo un largo rato. Yo no quise decirle nada. Estábamos sentados uno a cada lado del escritorio sin decirnos nada, como si nos separara un mar.

Luego de eso, levantó la vista, y preguntó:

-¿Me va ayudar?

Levanté el teléfono y le contraté dos días en el único hotel del pueblo; llamé a la Sociedad de Fomento “Avance y arriésguese” y me prestaron el salón para hacer funciones el sábado y el domingo. Era viernes. Yo no lo fui a ver. Se lo dije, usé como pretexto un viaje a Banfield, a visitar a mis hijos que bien podría haber hecho en otro momento. Me fui, no quería verlo fracasado. No quería verme. Lo abracé y le dije que todo estaba en orden, que le iba a ir muy bien.

El lunes volví al pueblo y a la oficina. Juancho, el ordenanza de la municipalidad, me recibió alborozado.

-¡Ese payaso que contrataste es extraordinario! Che ¿cuántos años tiene? Porque parece un pibe. Yo fui con mis chicos, fue mucha gente el sábado, pero el domingo fue el doble, porque se corrió la voz y vinieron los que no habían ido el sábado y los que sí habían ido; entre ellos, yo.

También agregó:

-Actuaba solo, con un acordeón, pero sin ropa de payaso. Solamente se puso una nariz roja. ¡Fue increíble cómo un tipo solo con un acordeón y una nariz fue capaz de ganarse a quinientas personas! ¿Vos lo conocías de antes?

Le dije que sí, pero no le quise contar la verdad.

-Lo que sí, – continuó Juancho – que cuando terminó la función fui a limpiar el escenario y lo vi muy cansado, en una silla, mirando el techo, respirando fuerte. Después volví a pasar y ya no estaba. Ni él ni la valija . La gente de la Sociedad de Fomento estaba chocha , lo querían homenajear, invitarlo a que volviera, les había hecho ganar mucho dinero. Y me dijeron que lo trajera.

-Se fue – le dije-

-¿Cómo que se fue ? Andá a buscarlo. Salí en bici hasta la estación de micros. Nada. No estaba más. Nadie lo volvió a ver.

Esto sucedió hace veinte años. Nunca volví a saber nada de él. Aquella nota jamás se publicó.

Nota: este cuento está basado en una historia real que le sucedió al autor, trastocada en este caso, por la ficción. Luego supimos que después de ese episodio sucedido en 1998, etapa de su vida que duró hasta el 2001, Miliki volvió a España, se dedicó a su pasión por la escritura y publicó libros que tuvieron gran éxito como “La providencia” bajo el seudónimo de Emilio A. Foureaux. El libro, orientado a un público adulto, cuenta la historia de Martín, un militante de la guerrilla cubana. Y en 2012 “Mientras duermen los murciélagos” (editorial Planeta), una novela acerca de la huida de la Gestapo de unos comediantes a través de la Europa nazi. Al final de su vida, recibió numerosos reconocimientos por parte del gobierno, y premios por su recorrido artístico. Falleció el 18 de noviembre de 2012, en Alcobendas, Madrid.

Alejandro Seta

No soy más que el vagón de un tren que en la década del sesenta se tambaleaba, llegando, sobre ese río a orillas de la ciudad de Necochea. Los primeros acordes de la música de Piazzola me vuelve a llevar a quién soy. Las palabras de mi abuela Sara, un libro encontrado por azar, Cris, la escritura tambaleante, mis hijos, el descubrimiento de Dios.

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