NO HAY SOLEDAD MÁS GRANDE QUE EN EL MEDIO DE LA GRAN CIUDAD | Alejandro Seta
NO HAY SOLEDAD MÁS GRANDE QUE EN EL MEDIO DE LA GRAN CIUDAD

18 de noviembre de 2021 | Autor: Alejandro Seta

"La abracé como si hubiera estado por morir."

Me había olvidado de Juampi, de ir a buscarlo al jardín de infantes y mi mayor preocupación (que poco a poco se iba transformando en angustia) era que no podía entender cómo me había olvidado. Si yo con Juampi había estado hablando anoche y me estaba contando de sus proyectos futuros de trabajar más para ganar más dinero, enamorarse y tener una familia. Sin embargo, hoy me había olvidado de irlo a buscar al jardín, y , claro, con tres años como los que tenía ahora iba ser imposible que volviera a casa solo. Mi esposa había confiado en que yo lo haría, ella había tenido que ir a hacer trámites por su trabajo. Creí escuchar su voz de desesperación cuando le contara que no había ido a buscarlo a la salida del jardín, que iban a cerrar la escuela, y que él se iba a quedar solo en el medio de Buenos Aires. Un niño solo en medio de Buenos Aires es como dejar a un cordero en medio de una jauría de zorros. ¿Cómo había sido posible, cómo iba a ser posible que yo me olvidara si jamás le había fallado a ella, a quien tanto quería, ni a Juampi?

Salí corriendo a la calle, había estado entretenido en una exposición de fotos de Max Ernst y se me había pasado la hora. Quise subir a un colectivo, pero no me había enterado que ahora usaban una extrañas monedas para pagar el pasaje (unas monedas de ningún país, con una efigie irrreconocible de algún emperador romano) y la gente, arremolinada frente a la maquinita que estaba ubicada a espaldas del conductor, se reía cuando yo les dije si podía usar monedas nacionales. El conductor, como todos los conductores, estaba falto de todo tipo de misericordia, y cerró la puerta mecánica para arrojarme al exterior como a una excremencia.

Intenté parar un taxi. Ahí venía uno: tenía las luces apagadas; de todos modos, extendí mi brazo, pero el conductor, como todos los conductores (piensen en el Duce) no se detuvo, sino que aceleró más rápido ensuciando mis pantalones con el agua de la zanja. Intenté parar otro, con las luces encendidas, pero iba cargado. Intenté detener otro, casi poniéndome delante de él, pero no: se abalanzó en contrar de mí y por un periquete no me atropella.

Corrí, corrí, corrí, ahora era yo el niño abandonado en el medio de la gran ciudad, ahora era yo el cordero en medio de una jauría de zorros.

De pronto, le pregunté a un señor si conocía José María Moreno y Directorio. Era la dirección donde yo había vivido mi niñez, y por algún albur pensé que allí encontraría a mi hijo. Es más, estaba casi seguro de que lo hallaría allí. Me dijo, amablemente:

-Sí. Está usted bien ubicado, vaya por la calle de esta esquina, que irá acortando distancia,es una diagonal. Llegará pronto. Buena suerte!

Era extraño encontrar a alguien con tales gestos de cortesía.

Le hice caso.

Corrí desesperadamente por esa calle, y poco a poco fui notando que se iba angostando más y más, hasta que casi no podía pasar por su extremada delgadez. Creí que debía proeseguir, y las casas de esa calle se fueron hundiendo hacia un subsuelo que nunca conocí y donde vivía gente; pero yo continuaba por la angostísima acera hasta que empecé a caminar por los techos de las calles que eran de ladrillos. Me detuve un momento para arrodillarme y llorar, con tan mala suerte que justo me había apoyado en un ladrillo suelto que cayó a algún patio de alguna casa de abajo.

Una voz grave preguntó:

-Qué pasa allí?

-Fui yo, señor - dije antes de ver su cara- Disculpe , se lo voy a reparar.

Entonces me mostró su cara: era un señor mayor, de pelo blanco, seguramente calvo (digo seguramente, porque llevaba un fez rojo sobre la cabeza), de nariz grande y semblante bonachón, lo cual me alivió. De pronto, me acordé que el señor era increíblemente parecido al duende que vi en un estante de la casa de Ana Lauxmann en Brandsen, un estante lleno de duendes en el patio, y este estaba al extremo derecho, y cuando lo había visto, justamente la semana pasada, me había parecido que, contra la apariencia de los demás, tenía toda la impresión de estar vivo.

Ana Lauxmann es una profesora que lee mucha literatura y que ha escrito el mejor cuento sobre Usher de los tres que se han escrito hasta ahora, y que ha pasado por dolencias que la mantuvieron encerrada durante un año, y que a pesar de ello, hizo, de ese encierro, su mejor escuela. Ahora iba entendiendo su amistad con los duendes.

-No se preocupe – me dijo el señor (¿era un duende?) - El ladrillo estaba suelto, y ahora va a entrar una poco más de agua cuando llueve, pero no se preocupe: ¡acá abajo siempre llueve!

Y se fue.

Su sociabilidad, su harto amor, su cierta franqueza propia de un tiempo ya olvidado de Buenos Aires, me dio una paz que hace mucho no tenía. ¡Cuánto puede hacer una caricia! Y de repente, tuve el intenso deseo de estar en Brandsen, con mis amigos, ¡y cuánto no añoré estar allí!

Pero seguí corrriendo por los techos e inmediatamente vi que Juampi estaba a mi lado, tomado de mi mano derecha. Ahora algo había hecho que él estuviera ahora aquí, y ya no tuviera que dar explicaciones de mi olvido, y que estaba todo bien; sin embargo, ahora teníamos que salir de los techos. Juampi iba obediente a mi lado y me miraba como diciéndome: ¡qué bueno que estoy con vos, papá! Y seguimos corrriendo.

El techo se terminó y fuimos a dar a un cementerio de mausoleos blancos. Bajé primero a Juan y, al trastabillar, tiró un ánfora de cristal que estalló en el suelo.

Los muertos no se quejan.

Bajé y corrimos hasta la salida, daba a una calle, era mi calle: José María Moreno y Directorio. Allí estaba mi casa donde mamá solía cantar tangos y donde papá construía objetos para sus obras de teatro. Mi esposa venía a mí, sonriendo. Nunca supo que Juampi casi se perdió ese día: él, tampoco. La abracé como si hubiera estado por morir.

-Qué te pasó? -me preguntó extrañada.

No le contesté. Nunca le contesté. Ahora estaba en el lugar indicado.

Alejandro Seta

No soy más que el vagón de un tren que en la década del sesenta se tambaleaba, llegando, sobre ese río a orillas de la ciudad de Necochea. Los primeros acordes de la música de Piazzola me vuelve a llevar a quién soy. Las palabras de mi abuela Sara, un libro encontrado por azar, Cris, la escritura tambaleante, mis hijos, el descubrimiento de Dios.

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