CONTINUIDAD DE LOS PATIOS | Alejandro Seta
CONTINUIDAD DE LOS PATIOS

21 de mayo de 2021 | Autor: Alejandro Seta

Solía hacer ese viaje a San Pedro una vez por mes. Para ver a los viejos y para no perder esa intensa relación con lo que él era.

Solía hacer ese viaje a San Pedro una vez por mes. Para ver a los viejos y para no perder esa intensa relación con lo que él era. Se llamaba Abelardo Castillo y para entonces era un jovencito de 20 años al que, una vez más, le gustaba disfrutar de ese traqueteo del tren, el sonido de un rock que todavía apenas si se daba a conocer, y el paisaje pampeano, y los arroyos que lo cruzan y una ciudad que se asoma al río desde una barranca.

Saca el libro de su bolso, lo abre, y lee su título. “Buen título” – piensa. “¿Quién será – se pregunta- este Julio Cortázar?” No supo nunca por qué lo compró en un kiosco de Retiro antes de sacar el boleto, no supo nunca por qué lo abrió en el viaje (le gustaba leer en el viaje, elegía a Poe), no supo nunca por qué una vez que hubo arrancado en la primera página de Cartas de mamá, no pudo parar hasta el final. Se dijo, mientras lo leía, mientras Johnny no podía dejar de pensar en sus borracheras y en ese futuro que estaba atrás, y que solía hablar con Pauline y con Babette, y no supo por qué podía oler el humo de los cigarrillos Gauloises que él nunca conoció hasta aquel día.

Pensó: “Estoy leyendo al mejor escritor argentino”. Pensó: “Vive. Tengo que conocerlo”. Apenas hubo descendido en la estación de San Pedro, compró papel, un sobre, y le escribió. Puso en el sobre: Julio Cortázar, París.

Y nada más.
Llegó.

No pasaron sino dos años hasta que un día alguien llamó al portero eléctrico de su departamento, en un segundo piso de Buenos Aires.. Con él estaba Sylvia Iparraguirre. En ese entonces era su novia, y lo fue toda la vida. Abelardo atendió.\

  • Hola, ¿Abelardo? Soy Julio Cortázar.\
  • ¿Ah, sí?, entonces yo soy Cristóbal Colón.\

Y cortó.

Los sampedrinos todavía tenían la costumbre de hacer esos chistes. Podría no haberlo conocido. Pero el hombre del llamado insistió:\

  • Hola, ¿hablo con la casa de Abelardo Castillo?\

Entonces fue ahí que escuchó la erre arrastrada, cierta voz de escritor, no había duda: una seguridad por detrás de alguien muy tímido.\

  • Soy Julio Cortázar.\
  • Pase.\

Tocó el botón que abría la puerta del edificio. Esperó. Escuchó los largos pasos por el pasillo, le abrió la puerta:\

  • Disculpe – le dijo- creí que era un chiste de mis amigos.

-¿A dónde da esa puerta? -dijo Julio.
Habían salido al patio interno del departamento donde vivían Abelardo y Sylvia. Pero Julio se fijó en una puerta, una puerta pequeña, en la que él tenía que arrodillarse para pasar al otro lado.
Pero antes, cuando había entrado al departamento, les pareció que estaban frente a un inmenso ser de las leyendas antiguas. Según después escribió Abelardo, Sylvia le llegaba a la altura de las costillas flotantes. Era un ser altísimamente tímido y callado que se tapaba la boca para reír, aunque reía poco, y sólo después lo vieron reír tras haber tomado un vino de bodegón en uno de los piringundines de 25 de Mayo que Julio quería conocer, aunque ya no eran los de antes , conocerlos como escenografía, como personajes vivientes. Pero en el departamento, sentado en un sofá, hablaron de literatura y Abelardo le dijo que, al leer Las Armas Secretas había tenido dos intuiciones: que el Ch.P. al que le dedicaba El Perseguidor era Charly Parker, y que el final del cuento Las Armas Secretas era imperfecto.

- Las dos intuiciones son verdaderas. El perseguidor está dedicado a la memoria de Charly Parker y, en efecto, nunca pude encontrar el final de ese cuento.\

  • ¿Y por qué lo publicó?\

Y contestó algo que era toda una teoría de la literatura:\

  • Mi escritura es un laboratorio.\

Sylvia y Abelardo grabaron esa frase en sus mentes que fue gran parte de la base de los grandes cuentos que ellos después escribirían.
Quedaron en silencio un largo rato meditando en la frase. Julio se sintió incómodo. Si bien Abelardo y Sylvia habían hallado la piedra filosofal, a él le daba vergüenza esa sola suposición.

Y explicó:

- Ningún texto está cerrado. Que vos me digas que el final de ese cuento es imperfecto, me halaga. Porque bendito el lector que trabaja con el autor. Y el hecho de que después se encuentren, eso es un doble prodigio.
Entonces se puso a mirar el gato que después de la larga noche quería entrar al calorcito de la casa por la puerta del patio. Abelardo la abrió, pasaron al patio, tenía un balcón que daba a una calle adoquinada de Buenos Aires. Era bello Buenos Aires entonces. Y fue ahí cuando hizo la pregunta:\

  • ¿A dónde da esa puerta?\

Abelardo lo miró como si le hubiera pedido que se desnudara.
Lo pensó un rato. Estuvo un minuto mirándolo para contestarle. Le dijo:\

  • La voy a abrir, pero eso sí: es un secreto entre usted y nosotros. Y de nadie más.\

Julio prometió confidencialidad absoluta. De pronto recordó los pactos de sangre de las novelas de Salgari que a él tanto le gustaban.
Abelardo la abrió.

Y cuando Julio se arrodilló para mirar dentro, se encontró con el patio de mi casa, donde yo estaba jugando con mis hermanos. Yo estaba en el medio de un rayo de sol, jugando con un barquito de madera que papá me había hecho ese día. Se escuchaba cantar a mamá los primeros versos de Arrabal amargo.

Julio entró.

- ¡No entre! - le dijo Abelardo.
Sylvia se estremeció. Sylvia dijo: “No entre, quien entra allí después no puede salir. Ese chico escribirá un cuento sobre nosotros para unos pibes de Banfield en el año 2018 ”(1). Julio, sin hacerle caso, por supuesto, gateó hasta pasar al otro patio. Se quedó mirando un rato cómo jugábamos con el barquito, miró las olas del mar, miró cierto naufragio, ciertos marineros que se lanzaban al mar y nadaban hasta una isla desierta. Luego entró al comedor. Mamá había dejado de cantar y estaba leyendo, en la penumbra, una página de Las Armas Secretas que había comprado recientemente.

- Mirá lo que compré – me había dicho.

Yo tenía ocho años. Ella me anunciaba todos los libros que compraba. Yo lo leí doce años después, cuando descubrí, con Johnny, que, efectivamente, en el tiempo que transcurre entre una estación de subte y la otra se puede recordar toda una vida.

Julio se asomó delicadamente por el hombro de mamá y leyó “...¿Para qué fingir (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) que mamá estaba loca?...”

Dejó de leer, de leerse, sintió que estaba irrumpiendo, desatinadamente, en esa intimidad sagrada entre lector y autor . Quiso irse. Recordó las palabras de Sylvia: “No entre. Después no se puede salir”.
Julio miró hacia atrás y no vio ningún patio de ningún balcón que daba a un primer piso; entonces, sin molestar a nadie, sin avisar que estaba allí, sin mover nada, salió al corredor, luego a la puerta cancel, a la calle. En la esquina había una farmacia, paraísos en la vereda, un subte.

Sylvia y Abelardo se quedaron perplejos y tristes. ¿Cuándo volverían a ver a Julio?
Sintieron un cansancio atroz en sus huesos. Se quisieron dormir abrazados y no pudieron.
Al rato sonó el timbre.
Abelardo levantó el tubo del portero eléctrico pero no dijo palabra.
Del otro lado, escuchó aquella voz:\

  • ¿Cómo que no se podía volver? Soy Julio Cortázar.

(1) Como este cuento forma parte del espectáculo “Siempre Julio” de Sergio Mercurio, y dirigido por él, cada vez que lo representamos, el personaje de Federico Sanz, que representaba yo, decía: “...para unos pibes del CONABA del 2019” y se adaptaba a cada lugar y fecha.

Alejandro Seta

No soy más que el vagón de un tren que en la década del sesenta se tambaleaba, llegando, sobre ese río a orillas de la ciudad de Necochea. Los primeros acordes de la música de Piazzola me vuelve a llevar a quién soy. Las palabras de mi abuela Sara, un libro encontrado por azar, Cris, la escritura tambaleante, mis hijos, el descubrimiento de Dios.

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