1 de diciembre de 2021 | Autor: Alejandro Seta
1- Llega Diciembre.
Hace muchos años, mi abuela Sara vivía en la calle Cobo, a pocas cuadras de Avenida La Plata, en la ciudad de Buenos Aires. Pasé hace poco. La casa está igual, la misma puerta grande del garage, la misma puerta chica que daba a una escalera que daba a una casita de un comedor grande, dos piezas y una cocina donde solía estar ella, haciendo puchero al mediodía y “ropavieja” a la noche. La ropavieja es una comida hecha con los deshechos; todo sirve: la. papa hervida, la carne hervida, los ricos gustitos de la verdura, todo se mezcla con huevo y harina y se fríe en bocados hechos nuevos. La ropa vieja se ha renovado para usar otra vez. Y así como los sentimientos vuelven a renovarse, yo vuelvo a contar esta historia.
2- Mi abuela Sara eso hacía con su propia vida: renovarse, una y otra vez, como cuando volvía a contar que veía, en su niñez, en Chilecito, a la Simona, una criada del campo vecino, subir el Famatina por el caminito del costado. No veía a la Simona, no veía su cara esperanzada en alguna nueva percepción de una realidad que la llenaba de odio y de esperanza. No. Veía la luz de la vela subir lentamente por el costado del cerro Famatina hasta que llegaba a la punta. Entonces, recién, se dormía. -¿Sabés a quién le llevaba la vela la Simona? -¿A Dios? -No. Al Diablo.
3- Llega Diciembre.
Para la Navidad del 55, ya hacía tres meses que había caído Perón. El Tuto y El Negro, sus hijos menores, tenían alrededor de veinte años, y habían ido a Plaza de Mayo a apoyar al General. La Fuerza Aérea empezó a bombardear la Plaza, las bombas estallaban y los cuerpos volaban. El Tuto se metió en el pozo del Banco Hipotecario, que estaba en construcción, y bajó hasta el quinto subsuelo. Desde allí escuchaba los estallidos, los gritos, las ambulancias. Luego, el silencio. El Negro se metió en el subte. Lo escuché repetir muchas veces que una bomba había caído a pocos metros de él y que no había explotado. Conoció, en un segundo, el milagro de estar vivo, el simple valor instantáneo de estar vivo para siempre. Yo nací un año después. Pero empezado aquel diciembre del 55, mi mamá llamó a su madre, la abuela Sara, para preguntarle dónde iban a pasar la Navidad. -Mientras no se vayan estos sinvergüenzas, acá no hay Navidad para nadie.
4- Sara había llegado de la lejana La Rioja, primero a Córdoba, donde el hambre los corría, con su hermana Susana y la mama Eloisa, quien siempre les ocultó de dónde provenía su apellido Zuleta. Susana murió poco después de cáncer en Córdoba, dejando cinco huérfanos, los cuales fueron criados por la propia Sara. En Córdoba se casó con Apolinario, un sastre del ejército que hacía los trajes a mano. Con ese oficio, y allegado el peronismo, se vinieron a Buenos Aires, con sus cuatro varones y su única mujer, Isabel, mi madre. Así fue que conocí a Sara, y con ella al cristianismo más puro, y con ella lo que era el cariño sincero. 5- Isabel y Natalio se casaron en la capilla Jesús de Nazareth, a la vuelta de la casa esa de la calle Cobo. Apreciaban los primeros años del peronismo, pero algo empezó a romperse en sus corazones cuando Perón y la Iglesia Católica se enfrentaron violentamente, lo que terminó cuando en el año 54 quemaron varias iglesias. La sociedad se dividía en peronistas y antiperonistas; las familias se dividían, el odio andaba entre las calles. Fue así que Natalio también sufría por su suegra, porque ella mantenía un enojo constante contra “los contreras”, y Natalio, su yerno, al que amaba, era uno de ellos. Lo amaba porque él hallaba en ella a una madre que hacía regalos para los Reyes, con quien hablaba el mismo idioma, que había sufrido de otra manera a su propia madre, Francisca, italiana que no había entendido nunca a este país, ni había entendido nunca por qué estaba viviendo aquí. Sara, para él, era el silencio que escucha. ¿Cómo entender, con el corazón, el matarial incendiario con el que las diatribas humanas encendían fuegos?
6- Ser abuelo es simple: el nieto tiene que saber que vas a estar; aparte de eso, no tenés que hacer nada. No importa el tiempo que estés con ellos, porque los nietos a veces viven lejos, porque ellos perciben, cuando son chiquitos (y luego lo recuerdan por siempre) que vos estás allí y que ese amor no morirá nunca. Lo que lo hace un amor tranquilo, el más tranquilo de todos. Mi nieta Amelie viene a mí y me llama. Es una reunión de un cumpleaños ruidoso y multitudinario, y ella me dice que quiere hablar conmigo. -Vení – me dice y lo dice también con la manito -. ¿Sabés? Con mi papá estamos cuidando un pichoncito que estaba caído de un árbol de mi casa. Tiene unos huesos rotos en el ala, pero mi papá dice que va a vivir. El pichoncito es un águila, porque tiene el pico, y alrededor del pico una cosa así que no le vi a ningún pajarito – se queda pensando y pregunta: - Decime, abuelo ¿es verdad que las águilas comen pájaros?
7- Que yo recuerde, mi abuela Sara me llevó dos veces a su casa de Castelar. Era una casita de ladrillos sin rebocar, un fondo de pasto y un árbol, no sé cuál. A lo lejos se podían ver unos pinos puntiagudos, una nube azul, una nube violeta. Un cielo como luego volví a ver ahora, casi sesenta años después. Mi abuela me llevaba en tren, me tomaba de la mano. No recuerdo cómo eran los prolegómenos con mi mamá, cómo era el trato. Una vez, una de mis tías, a quien no conocía mucho, le dijo a mi mamá si yo podía quedarme dos días con ella; mi mamá dijo que sí, pero yo no quería quedarme. Me empezó a doler la panza, y la llamé y se lo dije. -Bueno, vamos a decirle que te enfermaste. Y eso le dijo. Pero ir con mi abuela a su casa de Castelar no me daba dolor de panza, me daba alegría de algo muy adentro de las venas y de las tripas que suponía que tenemos. Mi abuela hablaba poco. Me mostraba sus plantas de tomates, me pedía que la ayude a hacer la sopa; luego, me servía la sopa y echaba un huevo crudo en el plato que con el calor de la sopa se iba haciendo solo. Huevo “poché”, decían. A la noche, cuando me acostaba, me tapaba y me daba un beso, algo que me daba una alegría renovada. Otra cosa que me daba una alegría renovada, era escuchar al benteveo cantar muy temprano.
8- Después sí hubo otras Navidades. No sé cómo arreglaron. Pero nos volvimos a reunir en su casa de la calle Cobo. Nunca la escuché nombrar por qué había aceptado festejar otras navidades. Sé que en otras fechas del año me llamaba y me contaba; “Llevaron a Jesús para matarlo, le clavaron la corona de espinas en la cabeza, le hicieron llevar la cruz muchos kilómetros. Pedro lo había negado tres veces, Jesús se lo había predicho, y cuando se dio cuenta, salió y lloró amargamente. Tanto lloró que se le había hecho un surco abajo de cada uno de sus ojos.
-¿Y por qué lo mataron a Jesús? -Gente mala.
9- Cris, tres de mis hijos y yo vivimos en el campo. Los otros tres en sus casas. Vivimos en el campo, pero ahora es un barrio, y la basura es un problema. Los seres humanos sabemos cómo resolverlo, pero no lo hacemos. Hace tres años, un 31 de diciembre, los vecinos nos juntamos a la mañana con palas y una carretilla, y (sobre todo las mujeres) sacamos el basural de la vuelta. Era un basural enorme, en una esquina desocupada, y fuimos llevando la basura a la parte de enfrente de la ruta. Limpiamos el lugar, y nunca más hubo basura allí. A los dos días, una grúa municipal se llevó la basura de la ruta. Desde entonces, todos cuidamos de llevarla a algún cesto de la ciudad. Hablamos con el gobierno, y mandaron el camión de la basura durante dos meses. Luego se olvidaron, pero nuestro barrio ahora luce mejor. Hace pocos días, un muchacho subido a un carro tirado por un viejo matungo estaba arrojando cincuenta o sesenta bolsas en la ruta. Por la ruta siempre pasa el camión de la basura, pero era víspera de lunes feriado y el camión no iba a pasar. Se lo dijimos. El hombre nos amenazó, nos dijo que donde encontrara nuestro auto lo iba a quemar. Señalaba con el dedo. Dijo que ese era su trabajo, no el de quemar autos, sino el de juntar bolsas de basura. Hemos meditado mucho sobre ese incidente. Fue mejor callar, pero conocemos una familia que tuvo que mudarse de Lomas de Zamora escapando de los vecinos que querían matarlo por un incidente entre familias. Todos los vecinos del barrio se habían abroquelado en la puerta de su casa para matarlos. La polícia, con un camión blindado, pudo sacarlos de allí. Son jóvenes, ella estaba embarazada, también la madre de él. Los sacaron. E, inmediatamente, les quemaron la casa.
10- Mi papá dirigía una obra de teatro, en Necochea, que se llama “La gota de miel”. Es de un actor francés, León Chancerel. No se consigue. La tengo yo porque él me la pasó delicadamente, como un legado precioso, y ambos sabíamos que quedaban sólo dos copias. “La gota de miel” cuenta una historia simple con pocas palabras: un gato come una gota de miel, el perro del vecino mata al gato, el dueño del gato mata al perro, el dueño del perro mata al dueño del gato, la familia del dueño del gato enfrentan armados a la familia del dueño del perro, la ciudad del dueño del gato, la ciudad del dueño del perro, el gobierno se divide y se enfrentan, los ejércitos se enfrentan. Gran Guerra. Mueren millones de personas.
11- Llega Diciembre. Intuyo que mi abuela Sara aceptó festejar las navidades por los surcos debajo de los ojos de Pedro.
12- Lo grabó con agua, con ácido, con lápices grasosos en algún lugar de mi ser, y lo hizo de manera en que la piedra quedó mellada eternamente para hacer cientos de copias. En las litografías, al sacar el papel, se ve al revés, por lo que el dibujante lo dibuja al revés. En las litografías del alma, también.
13- El inventor de la litografia se llama Aloys Senefelder. Él, como yo, era también el hijo de un actor. Nació a fines del siglo XVIII, en Praga, y su padre murió cuando él tenía 19 años, por lo que, a fin de ganarse la vida, hizo lo que le había visto hacer a su padre, pero como dramaturgo, un domador de fantasmas que lo terminan manejando. Para ganar más dinero, pensaba en una manera barata de publicitar sus obras. Un día tenía que anotar la lista de ropa que se iba a llevar la lavandera, y lo hizo con lo único que tenía a mano; un lápiz graso sobre una piedra. De ese encuentro azaroso entre dos cosas que raramente se juntan, Aloys descurbrió la litografía. Toulose Lautrec , Goya y Picasso embellecieron el mundo gracias a esa anotación para la lavandera. Aloys creó el método, el azar fue su compañero, sólo encuentra el que trabaja. Escribió libros, pefeccionó el método durante toda su vida. Anotó en la piedra algo que quedó para siempre.
14- Las familias de los dueños del gato, las familias de los dueños del perro, se siguen enfrentando. Los nombres de las excusas cambian, pero hay algo más profundo, más de adentro, por lo que nos peleamos. Porque nos peleamos por sí, por no, por sí pero, por quizás, por color, por causas, por efectos; encontramos culpables de todas las formas, de todas las maneras. Lo importante es encontrarlos, acusarnos, enfrentarnos. Las guerras seguirán existiendo. Las peores son las silenciosas guerras adentro de las casas, que llevan acarreadas tantas muertes como las de cañón.
15- Mientras mi abuela se enojaba por los enfrentamientos de la Iglesia Católica contra Perón (y viceversa) mi papá, a la salida de la misa, repartíó volantes contra el gobierno en la puerta de la parroquia. Eran escritos que denostaban las quemas de las iglesias, y que habían partido el alma de muchos y el corazón de tantos. “Hubo familias que se dividieron” -me contó mi mamá muchos años después. Mi abuela,al salir de la misa, había visto a su querido yerno Natalio repartiendo esos volantes entre la gente, por lo que lloró en secreto durante días. Pero no lloraba por el fuego, por las paredes enlutadas por el hollín, por el recuerdo de Evita que había sabido que eso iba a pasar, por saber que existiría por siempre un desentendimiento entre eso en lo que ella creía y en aquello otro que le parecía justo. “Perón y Evita nos sacaron de la miseria”- decía, como tantos otros. Ella sabía, y Natalio también, que había algo más profundo, más íntimo por lo que se amaban, algo que era difícil de expresar, un entendimiento que se extendía más allá de las palabras. ¿Cómo explicar aquello que sentía por su hija, quien también se había vuelto “contrera”, y que no tenía nada que ver con el paso inexorable de la historia? Hace poco, mi papá me mostró una carta de Sara de la única vez que le dio un consejo y que le pidió algo. Él llora cuando lo recuerda. “Una vez me acosté a dormir la siesta en su casa de Cobo, y de pronto escuché que alguien se acercaba y me ponía una frazada en los pies. Entre sueño, pude verla. Era ella, Sara. Con ese gesto, ella había dicho todo”.
16- Llega Diciembre. No sé que cosas haré yo o diré para que otros las recuerden.
No soy más que el vagón de un tren que en la década del sesenta se tambaleaba, llegando, sobre ese río a orillas de la ciudad de Necochea. Los primeros acordes de la música de Piazzola me vuelve a llevar a quién soy. Las palabras de mi abuela Sara, un libro encontrado por azar, Cris, la escritura tambaleante, mis hijos, el descubrimiento de Dios.
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