LOS ÁRBOLES | Alejandro Seta
LOS ÁRBOLES

18 de junio de 2021 | Autor: Alejandro Seta

A Luis Franco, poeta, in memoriam.

Los árboles. Los árboles. Los he visto quemarse desde abajo, carcomidos por un fuego de piedra, un fuego seco, un fuego invisible que arde cada astilla de sus maderas.

Me llegaron voces de que en lugares lejanos se han quemado bosques enteros, cabelleras gigantes ardiendo en las noches, silenciosos mensajes a las estrellas. No importaba; como siempre, toda noticia que no sucede aquí, no sucede.

Los árboles.

Ahora los estoy viendo quemarse. Es casi imperceptible el ciclo que los lleva morir. Hace un año estaban frescos y saludables. Como siempre, cantaban su canción. No sé si lo sabés, pero ellos bailan, bailan una canción que cantan a solas, a veces; a veces, en coros; a veces a capela.. Y sus movimientos, son el movimiento que dibuja el augur de la vida. Jamás se quejan. Ellos cantan la alegría de estar vivos.

Vivos. ¿Pero qué pasa cuando se mueren, lenta, lentamente, desde adentro? Quieren cantar, pero sus voces se les quedan vibrando en sus raíces; sus bailes están atrofiados, sus articulaciones no los dejan andar y entonces es cuando, a pesar de sus voluntades de gigantes, se escapan de sus cortezas, de sus savias, de sus ramas resquebrajadas, el quejido penumbroso que anuncia la cercana muerte.

-Si en un año no llueve más…-me decís. Sí, por supuesto. La frase queda inconclusa y nadie quiere decirla. Pero la pensamos.

Miramos los árboles. Ahora tenemos frente a nosotros las coníferas que dejan en la tierra un sabor salado y sus hojas de agujas cubren el suelo de un ocre profundo. Sólo están verdes sus penachos. Las ramas del centro ya continúan el ejemplo de sus hermanas de abajo: renuncian a seguir viviendo y el viento las va cortando. Caen, caen. Habrá mucha leña este invierno. Es un chiste de humor negro.

Los más resistentes son los álamos, pero miralos: ya anuncian en pleno diciembre sus hojas amarillas. Los robles hace rato que resisten, y ni qué hablar de los olmos: la pequeñez de sus hojas hace que el sol sea más pequeño.

Por la ruta pasan los autos, nos sentamos a verlos pasar, no decimos nada. Pienso: son juguetes, les cargan lanchas, barcos, motos, y salen a ostentarle a la pobreza. Esos son sus logros. Como niños que salen a mostrarle, al que nunca recibe nada, el autito que recién le trajeron los Reyes Magos.

Como hombres, dominan finanzas, especulaciones, trampas, la vida de los otros; yo domino a duras penas una hacienda hambrienta y flaca; vos podrás dominar lo dominable de tus juegos. Pero hay algo que no podemos dominar, y es este clima que lo consume todo.

Todo, y digo los árboles.

Cuando todo haya muerto, ellos estarán allí, mirándonos desde lo último que les quede de vida, desde el último brillo acuoso, desde los milenarios y múltiples ojos de su arbolidad. Sin embargo, algo de mí, desde algún lugar, recordará mi hermandad con ellos.

Nunca los traicioné.

Les eché agua mientras hubo. Oré por ellos, cuando no brotaban. Y brotaron. Rogué de manera inconsciente cuando parecía que todo se terminaba. Y hubo un año más.

Pasan los autos, pero ¿qué harán ellos cuando este año descubran que todo ha caído? ¿Cómo no pueden ver lo que yo veo?

Matías, el anciano, dice que con un año más de sequía moriremos todos. Asfixiados, dice. ¿No será mucho? En estos días he imaginado un mundo sin árboles y me di cuenta que la tierra sería como un gran espejo luminoso lleno de sol.

Reseco.

Hirviendo, una hoguera que se quemaría entera desde sí misma, como bajo la lupa con la que quemaba cuando era más chiquito a los escarabajos que andan bajo el sol.

Incendiados, arrasados, muertos como escarabajos. Cara abajo. Abajo, donde ya no queda nada.

Matías me mete estas cosas en la cabeza, y mamá me dice que no me junte con él, aunque ella lo quiere. Dice que es un buen hombre. Pero me dice que no lo escuche. Quién la entiende, después me dice que le lleve un plato de comida. Le llevo. El viejo quiere darme unas monedas, le digo que no. Aunque me muero de ganas, le digo que no, que mamá no me dejaría. Entonces él me habla de lo buena que es mi madre. Me cuenta que una vez él estaba volando de fiebre (me dijo así ssssssssssssssss: “volando”) y que ella se había pasado la noche trayéndole paños fríos para aliviarle la cabeza ardiendo.

Fue la vez aquella en que el viejo se había pasado la noche tratando de atrapar la comadreja que le comía las gallinas. Después, se pudo vengar. Porque esa noche no cazó la comadreja, pero otra vez sí, porque en ese tiempo sí que llovía. Entonces se había inundado el campo, entonces él se consiguió un machete bien grande y cuando la madriguera del bicho se le llenaba de agua, la esperaba afuera y, sorpresa, no era una, eran cuatro, cinco comadrejas que salían medio ahogadas, entonces él podía matarlas a fierrazos.

Con mi padre (fue poco antes de la muerte de mi padre, cuando lo acuchillaron en el camino para robarle) se gritaban de campo a campo, riendo de alegría, porque los dos cazaban comadrejas.

La piel, a la venta; la carne, al guiso. Pero ahora no hay ni comadrejas, los árboles hacen ruido en sus sequeras mientras el viento. El viejo dice que bailan. Puede ser. Que algunos hasta tienen pies de bailar. Yo he visto las hojas de los zapallos calabaza, bailar. Son manos en el aire, delicadas manos acariciando el aire bajo el sol. Pero ahora no, nada crece. De los árboles no me había dado cuenta que bailaban. No, nada crece, el pasto se está yendo, los animales se mueren de hambre, el agua es escasa.

Don Matías dice que a papá lo mató la locura humana. Me dijo que él está partido entre dos vidas. Me dijo que cuando él tenía veinte años, matar a un hombre para robarle lo que lleva en el bolsillo, hubiera sido algo imposible de ver.

Él dice: la locura humana lo hizo. Sacude la cabeza y repite: la locura humana. Y después dice:

No sé lo que pasa.

Ahora son los incendios. El humo todavía yergue su cabeza canosa sobre el camino. Estira su largo cuello como si quisiera mirar desde arriba lo que ha hecho su hermano el fuego. Él, que fue fuego, ahora se arrepiente de lo que ha hecho y quiere volver a empezar, y se escapa. Le dice a lo que él fue, es decir, su hermano: “Eso no se hace”. El pasto, que era amarillo, ahora es un manto negro, una larga manta negra cubriéndolo todo. Se ha tragado también algunos postes y una tranquera. Es un fuego que va por abajo,. Nadie lo ve, pero de repente se presenta bullanguero sobre los cardos, y come aquí y allá, como si jugara. Lo peligroso es que se vaya sobre las casas. Lo único que faltaba. El fuego viene con la sequía. Nadie puede evitar que alguien deje un vidrio roto en el campo, que multiplique las dentelladas del sol y los transforme en chispa. Un poco de viento, y zas, el fuego. El fuego, otra vez. Lo peor es que ha quemado algunos árboles. Yo he visto árboles quemados que han vuelto a brotar. Es como si estuvieran hechos, no de madera, sino de pura esperanza. De esperanza que sólo necesita agua para brotar. Agua. Agua y nada más. Pero ahora ¿brotarán? Si al menos lloviera un poco. Pero está bien que no llueva. Ha llovido durante siglos sobre esta pampa, y con ella sólo hicimos un mundo de hijos de perra. La lluvia sería un premio para tanta maldad. Porque yo creo en la maldad.¿Qué más quisiera la maldad que nadie crea en ella? Es el mejor disfraz para un asesino.: “No existo”. ¿Cuál es la diferencia? A propósito, dicen que no todos los incendios se producen por botellitas rotas en el campo. Al principio sí, pero llegaron rumores de que hubo quien tuvo la idea de provocarlos. Dicen que los hay a cien leguas de aquí, a miles. Lo creo.

Creo en la maldad del hombre.

Creo en ella. Andan de noche con bidones de combustibles y fósforos, los arrojan encendidos y salen corriendo. Van por aquí y allá, y se han contagiado una furia secreta que se reproduce silenciosamente. Fueron dos, son cientos, miles de incendios y de los dieciséis puntos cardinales llegan las noticias, de todos los sentidos de las brújulas, descontroladas, que no ya no guían, porque ahora nos guían los incendios. Creo el hombre que puede destruirlo todo. Si, lo creo. No creerlo sería un disparate, ser parte de la locura. Creo en ella. Lo creo, lo creo, lo creo.

-No lo dijimos : ¿te diste cuenta de que ya no pasan más los autos?

-¿Qué te dijo hoy don Matías?

-Ar-bo-ri-cidas.

-¿Qué?

-Arboricidas –dije con dificultad.

-Arboricidas.

-Ahá.

-Arboricidas –repitió mamá, como si la palabra le hubiera gustado.y agregó: tiene razón.

-Dijo que los hombres mataron a los árboles. Tala dijo. Dijo: “…ahora el incendio y la sequía…”

-Tiene razón –dijo mamá, otra vez. Nos quedamos juntos mirando el horizonte hecho fuego.

Me han dicho que se han quemado los pehuenes, bien al Sur. Yo los conocí cuando vivía tu papá. Habíamos ido para allá por un negocio que nunca resultó, antes que vos nazcas. Cincuenta metros de árbol quemado. Si no fuera una desgracia enorme diría que eso debe ser un espectáculo. Miles de pehuenes gigantes quemados. Quemados. No lo puedo creer. ¿Quién hizo esto?

-Los álamos, los olmos, los nogales, las acacias. Fresnos, sauces, moreras, ciruelos. Los robles. Los eucaliptos. Los acacios negros. –dijo mamá, como si los recordara, como si los estuviera viendo. Nos entendíamos entonces. Hablábamos el mismo idioma. Dijo muchos nombres de árboles esa tarde. Yo los recuerdo. Algarrobos, araucarias, chañares, talas, ombúes, jacarandáes, cardones, olivos, palos borrachos, tamariscos, sequoias, palmeras, mangos, baobabs, ceibos, gingkos bilobas, canelos, lacas, cipreses, desconocidos goferes – los nombró como si estuviera soñando. Los dijo muy para dentro, como si se estuviera despidiendo, como si por nombrarlos los estuviera salvando, como si la palabra los resucitara, los rescatara del incendio interior, esa sequedad mortuoria que los asfixia.

Esa rabia gangrenosa invisible.

Los nombró por largo rato. Estuvo hasta que el fondo rojo del cielo se hizo un mismo telón con las llamaradas del final. A la noche seguimos abrazados, mirando. Un gigantesco juego de luces, misterioso y aterrador.

Ha de ser hermoso morir así.

Alejandro Seta

No soy más que el vagón de un tren que en la década del sesenta se tambaleaba, llegando, sobre ese río a orillas de la ciudad de Necochea. Los primeros acordes de la música de Piazzola me vuelve a llevar a quién soy. Las palabras de mi abuela Sara, un libro encontrado por azar, Cris, la escritura tambaleante, mis hijos, el descubrimiento de Dios.

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