LA FILA | Alejandro Seta
LA FILA

18 de octubre de 2021 | Autor: Alejandro Seta

"Salió de la fila e inmediatamente se arrepintió Se alejó dos pasos y pensó: “No, mejor espero un poco más”."

Salió de la fila e inmediatamente se arrepintió Se alejó dos pasos y pensó: “No, mejor espero un poco más”. Delante de él había un anciano con ropa desusada, una mujer con cara de haber padecido tormentos que sólo ella conoce; una niña a la que mandaron a la fila y pensaba en otra cosa, en una vida mejor, seguramente, y una pareja de dos mujeres que en realidad eran dos mujeres solas que se conocieron en la fila, se sonrieron y ahora se besaban y a las que el cambio de fila poco les importaba.

El hombre había dado dos pasos e intentó volver. Le faltaba poco, sólo cinco personas, en realidad ahora cuatro con las mujeres asociadas en un abrazo. Entonces – se dijo- para qué irme, pero en cuanto intentó sumarse a la fila, el hombre de atrás (un albañil de barbijo negro -todos usaban barbijo, él también, pero la cara del albañil y el barbijo negro habían conformado un conjunto que lo aterrorizaba-) dio un paso adelante y lo miró fijo a los ojos.

Dio un paso atrás, él también. Dijo:

-Sólo me moví dos pasos.

El hombre albañil señaló hacía atrás.

-“Ah, sí” - miró hacia atrás y vio una fila que daba vuelta la esquina. Caminó hasta la esquina entre cuerpos aviesos, y la fila daba vuelta otra vez más. Se preguntó: “¿Luciré yo así también?”- le dieron ganas de huir de esa humanidad a la que estaba perteneciendo. Comprendió, pensó: “Mejor me voy ”. Y se despertó con un sentimiento de amargura.

La noche no era su buen horario, menos ahora. A la noche salían los hombres-comadreja a robar en las alacenas del paraje; algunos los habían visto, vestían trajes de mecánico, gorras de lana a cuadros, y en sus ojos había algo que ya no era de este mundo, por eso alguien los empezó a llamar los hombres-comadreja. Ellos sabían que ya no quedaba dinero, y los que habían guardado dinero en sus casas tuvieron que tirarlo o usarlo para prender el fuego, porque el dinero ya no servía más. Pero los hombres-comadreja no querían matar, sólo entraban en las alacenas y comían, entraban comiendo y salían de las casas comiendo. Pensó que hacía mucho que no se despertaba en paz, ni siquiera cuando ya era de día, esa dulzura del corazón, ese camino de sol desde adentro, esa sensación de que todo está en orden. Lo intentaba, lo intentaba, pero no recordaba cuántos años hacía desde que no había vuelto a tener ese sentimiento al que solemos llamar paz. “Paz, paz” - pensó. Un ruido en la tranquera , como un ronroneo de cadena, un resquebrajarse insoslayable de la bisagra de hierro, alguna piedra que se mueve bajo un zapato, sonidos que sólo se escuchan a la noche, como siempre sucede, y con la torpeza de disociar sonidos sin ver.

Los sonidos pueden combinarse endiabladamente, y uno entrar en el cuerpo invisible del otro, vibrando de manera parecida, simulando ser lo que no son, por sólo travesura, sólo discurrir a cambio de otra cosa mejor. Todo su cuerpo saltó sin quererlo. Hay una manera en que el cuerpo salta que la conocen pocas personas en el mundo. Es cuando todo el tejido nervioso del organismo reacciona al mismo tiempo, dando un brinco en el aire sin que ninguna parte del cuerpo salte primero, sino cada centímetro a la vez. Es un levitar instantáneo provocado por la proximidad de lo desconocido, un horror infantil que se disuade con los primeros rayos del sol.

Faltaba mucho para amanecer.

Una vez había aprendido lo que era ese salto, cuando había hecho un viaje sin rumbo y había caído en la casa de un gomero que le había ofrecido dormir allí. Se acostó en la oscuridad sobre un colchón sucio y maloliente al que nunca vio porque allí no había luz y durante toda la noche escuchó el ruido de las ratas que caminaban por el techo. Lo peor no era que caminaban por el techo, sino que caminaban por las vigas de adentro y cada tanto caía alguna al piso, cerca del colchón donde estaba acostado. A cada golpe de una rata golpeando la madera del suelo, su cuerpo saltaba. Ninguna cayó sobre él, el miedo no le dejaba levantarse, estaba atenazado a la cama y su boca no podía gritar, pero si alguna de esas enormes ratas hubiera caído sobre sí, o hubiera muerto, o salido a la ruta a correr hasta olvidarse: el aire frío suele ser un buen antídoto.

Esta vez no era así, porque los ruidos afuera no eran de ratas. Los hombres-comadreja andaban cerca, lo sabía, los vecinos habían hecho comentarios, nadie podía salir a la calle desde hacía varios años, pero todos decían que andaban por allí, que era peligroso salir de noche, sólo entraban en las casas para comer. Que entraban comiendo y salían comiendo, pero que su presencia, el sólo verlos, provocaba una sensación de por vida tan insoportable que hubiera sido mejor morir.

Miró por la ventana de atrás y le pareció que había pasado una sombra. Le pareció nomás. Sabía que las penumbras de la noche son cínicas y les gusta guarecerse en los infortunios y en las semejanzas. Lo desechó. Inmediatamente escuchó el movimiento de la cadena que sostiene el candado.

“Un viento inesperado” - se dijo.

Pero no pudo omitir la alarma cuando escuchó el murmullo.

El murmullo es algo que no puede confundirse. Era un murmullo de voces humanas, un cuchicheo vocálico, como un reptar de las sílabas entre las hojas secas que nadie juntó. “Es el viento otra vez” - trató de engañarse. No, el murmullo no se puede disfrazar.

Volvió a la cama. Sus hijos dormían. Su esposa no escucha lo que él escucha. Si en ese momento la hubiera despertado, se habría reído. Además, despertarla le era impensado, era mejor soportar solo. Se abrazó a la almohada, su vieja almohada de olor a sueños amados.

Se tapó sin que quedara nada de su cuerpo afuera.

Se durmió.

-La cola es muy larga -le dijo al albañil de barbijo negro que había ocupado su lugar- ¿Me deja volver?

-Sí, cómo no.

-Es que me arrepentí, es mejor estar acá.

-Pero sí, hombre.

-Qué bueno que haya gente así – pensó. Pensó que era difícil encontrar gente amable. Pensó que saludar era impensado y que sonreír era un delito, últimamente. Volvió a mirar hacia atrás para seguir conversando con aquel hombre que le había resultado repentinamente diferente, pero al girar la cabeza intuyó que algo en él lo seguía inquietando.

Cuando terminó de girar la cabeza y mirar hacia atrás, ya no estaba: había una mujer mayor que le guiñó un ojo. Enderezó su cabeza velozmente.

Faltaba poco: en el tiempo en que había salido de la fila y había vuelto a su casa, la fila había avanzado cuatro personas, estaba la pareja de mujeres delante de él, después le tocaba, se sentía aliviado de haber vuelto, no quería volver más al mundo de los hombres-comadreja. De pronto, conoció el dilema de la vida: si él no volvía, su familia estaría allí para siempre, desamparada u olvidada de él.

Faltaba poco.

Las mujeres pasaron primero.

Él era el próximo. Con terror inexplicable (después de todo se hallaba en un lugar seguro) escuchó su nombre completo.

Dos carteles luminosos, a ambos extremos de un pasillo oscuro, decían: HOMBRES COMADREJAS, y MUJERES COMADREJAS, el otro.

Había llegado su turno.

Alejandro Seta

No soy más que el vagón de un tren que en la década del sesenta se tambaleaba, llegando, sobre ese río a orillas de la ciudad de Necochea. Los primeros acordes de la música de Piazzola me vuelve a llevar a quién soy. Las palabras de mi abuela Sara, un libro encontrado por azar, Cris, la escritura tambaleante, mis hijos, el descubrimiento de Dios.

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