EL ESPEJO Y LOS HÉROES | Alejandro Seta
EL ESPEJO Y LOS HÉROES

18 de marzo de 2024 | Autor: Alejandro Seta

Este cuento fue publicado en la revista digital El Pregonero Deseret

EL ESPEJO Y LOS HÉROES

Todo lo que soy, todo lo que no fui, y aún todo lo que podría ser, se lo debo al teatro.

No. No es una exageración. Peor: todo lo que creo, toda la algoritmia de mis creencias y mis silencios (que son muchos) son paridos por ese rayo deslumbrante de la oscuridad de una sala vacía, cuando todos se han ido y uno es el que apaga la última luz y cierra la puerta.

Y el olor. El olor de los teatros es lo que más se parece al paso a un mundo que está allí pero que no vemos. Hay un momento en que uno se detiene para oler por última vez ese tufillo maravilloso reconocible en todos los teatros. En todos los que estuve, siempre sentí el mismo olor

Nunca supe qué era.

Creo que en los teatros donde se ejerce el teatro, hay personajes que se despiertan cuando se apaga la última luz. Pero es en ese momento en que uno no quiere quedarse más: alcanza con ese lapso diminuto; luego, la sensación de que no será bueno quedarse, lo empuja, a quien ose indagar más, hacia la calle. Y uno, entonces (mejor si entonces llueve) sale : ningún retiro espiritual, ninguna meditación o hallazgo de mandala, ha hecho de mí lo que soy como esos instantes. No es que sea gran cosa: soy un actor desconocido que gana su pan desconocidamente . Se ríen de mí cuando digo que soy un actor. Es que lo soy. En este mundo barato , lo caro compra su etiqueta.

- A ver, Gusti, mové esa escalera… - entonces el mundo se movía. El Dire

cambiaba de perspectiva y el mundo cambiaba. – Ahí va, ahí va…

Cuando el Dire decía “ahí va, ahí va” era que algo diferente estaba por suceder. Los personajes ahora iban a subir al escenario por la escalerilla e iban a decir las cosas en esa otra perspectiva que le había dado el movimiento de la escalera.

Yo soy Gusti y tenía entonces 10 años. ¿Entienden por qué digo que al teatro se lo debo todo? Cuando subió el personaje de Pirandello (lo vi a Lito Martínez que era relojero del pueblo pero ahora era El Padre) y decía lo que tenía que decir y se movía, era lo que tenía que ser, las palabras resonaban de otra manera, como si el pintor imaginario que pintaba la escena hubiera movido esa línea para quedar satisfecho y todo su mensaje cambiara. El mundo había rotado sobre su eje. La vida había cambiado; al menos, la vida que habita en el escenario.

- ¿Escuchaste eso?

.- Debe ser una rata.

- No Son los personajes del teatro.

- Los personajes no existen, y los fantasmas…

- No. No son fantasmas. Son los personajes reales creados por la fantasía de esos locos. Son tan reales como vos o yo. Lo que pasa es que, como nunca nacieron, no le temen a la muerte. Podrá morir el Dire, vos, yo, hasta el último electricista de teatro, pero ellos seguirán vivos.

- Mejor apaguemos la luz y salgamos.

- A ver, Gusti. Ahora vos. Sos el Muchacho.

Nunca me había dado un papel. De repente, esa noche, en el teatro hecho por nuestras propias manos, él, el único héroe que existe en mi vida, me daba un papel. Era como si un general que está por decidir el destino de su país, le indica a uno de sus soldados un movimiento estratégico.

- Fijate bien lo que dice Pirandello.

Su dedo ancho (su dedo igual a los míos) señalaba una didascalia. Decía: No habla. ¡El muchacho no hablaba! ¡Cómo no haber amado a ese personaje que no hablaba pero que se desangraba por dentro, como yo! Porque yo aprendí a hablar. Pero es verdad que no hablaba. Me parecía que hasta me había olvidado de mi voz. Mi voz era un arpegio desconocido. Un sonido oculto. Una leyenda. Ahora (ahora que escribo esto) todos conocen mi voz. Pero pasaron cincuenta años y los sobreviví a todos.

Mejor dicho: todos ellos son mis héroes. Néstor, el tramoyista que luego se hizo actor; Carlitos, Tatiana, Johannson, Gallo, Beatriz, Ana María, Amelia, Irene, Aurora…ellos son mis héroes. Un año antes todo había empezado en el galpón. Era un gran galpón con piso de tierra y techo de chapas armadas como tinglado. En un pueblo ubicado al lado del mar el frío es más frío y el viento se cuela por cada agujero por donde pasa un clavo. Estábamos ensayando. El Dire siempre quería que yo fuera: le alcanzaba los guiones, le hacía anotaciones, el lápiz. Una gran estufa a kerosene calentaba el aire y todos nos habíamos sentado alrededor. De repente alguien dijo las palabras mágicas (no recuerdo quién fue ¿fue Gallo?):\

  • ¿Y si hacemos un teatro?

Todos se miraron. Miraron alrededor. Alguien dijo: “Acá los camarines subterráneos, y el escenario. Le hacemos un declive”. El Dire empezó a soñar: “Sí, sí, sí”.- decía. Al otro día (al otro día) todos estábamos con palas y picos construyendo lo inconstruible. Cuando el Intendente Díaz (un hombre simple y bondadoso, un político de una genética de la que ya no queda) se enteró, hizo aprobar el proyecto para que se construyera el primer Teatro Municipal de la Ciudad. El mundo estaba salvado. Todos estábamos salvados. De la nada, todo. Esos son mis héroes ¿entienden por qué? El día del estreno del teatro, algún energúmeno había pintado sobre la pared de enfrente: “Oligarcas”. El Dire dijo que lo dejáramos. Iba a ser parte de la obra. Pero si hasta butacas de madera y alfombra tenía.

En cinco años, ya habían pasado cien obras. Cien, no miento. Alguien las había contado: no se había estrenado una, cuando ya comenzaban a leer la siguiente; una parte del grupo intentaba a García Lorca, cuando otro aprendía tango para Armando Discépolo. Dragún, Prevert. Cocteau, Epelbaum, y hasta un vietnamita cuyo nombre ya no recuerdo, y del cual sólo se conocía una breve obra muy bella llamada “El guardián de los pájaros” (una alegoría contra la guerra) fueron los autores que traían de la mano a

sus personajes y los dejaban allí. El pequeño teatro de doscientas butacas, el maravilloso y encantador teatro de mi pueblo, se llenaba de público que podía percibirlo repleto de personajes creados. Y ese olor. Cada vez que podía quedarme solo en los camarines, o al salir.

Carlos Hernández, que se estaba probando el delantal del Zapatero de Lorca, fue el que se animó. Lo recuerdo con perpleja nitidez, no como a través de un espejo, sino desalentado de todo aliento, cada arruguita, cada gesto. Él dijo:

- Es el Hijo. El Hijo de la obra. Fue él. Lo juro. Lo vi anoche, mientras dormía.

Todos fijaron su mirada en Carlos. Se sentaron en ronda frente al escenario. Una luz nos daba sobre las cabezas. Los rostros eran máscaras de otros. Néstor quiso reírse:

- Estabas durmiendo…

- Estaba durmiendo y me desperté. Y estaba ahí. Me hacía gestos como si quisiera

darme indicaciones acerca del personaje. De lo que él era. Se lo veía preocupado y distante, cabizbajo, pero en un momento me miró fijo a los ojos, y aunque no me podía hablar (era como un enfermo en terapia intensiva con el tubo del respirador en la boca) su mirada me lo dijo todo.

- ¿Qué te quiso decir? –preguntó Amelia que ya lo creía. Todos le creíamos entonces.

- Me quiso transmitir el dolor que siente por lo que le toca vivir. Es como si dijera:

“¿Por qué?”.

Johannson entonces se animó:

- Iba yo anoche caminando por la rambla. Un viento infernal. Mucho frío. Entonces, allí, parada sobre el muro, totalmente desabrigada, la Hija. Cuando la vi y ella se aseguró que la estaba mirando, me señaló el mar. Miré el mar y no entendí. Cuando volví la vista, ya había desaparecido. Era de otro mundo. Lo que no sé es por qué a mí.

Una bruma nos envolvía, un mismo pensamiento que nadie se atrevía a expresar. Cada uno había terminado teniendo experiencias con los personajes de la obra del genovés, Luigi. Luigi Pirandello. Aunque no tuviera que ver con el personaje que estaba ensayando. No. Sólo indicaciones muy lejanas acerca de la obra. Cómo hacer para que esa obra viviera y no sólo fuera una re-presentación, una re-puesta, una y otra vez cincelada obra en el mármol. Una vivencia, un esplendor.

- Los personajes están preocupados…-se escuchó entonces la voz del Dire que estaba entrando. Temimos que se enojara porque no estábamos trabajando en la obra de Lorca. Pero no. Estábamos indagando en un mundo del teatro en el que no se suele indagar, porque es preferible jugar al teatro, y a un montón de piedritas brillosas que suelen andar alrededor de lo dramático que poco tiene que ver con el teatro en sí. Puedo nombrar algunas: la fama, la envidia, el cartel…Eso era como la frivolidad que se produce de toda profundidad. Para no verla. Los teatros en realidad son cavernas de ese mundo invisible, y una y otra vez se conectan por túneles subterráneos, pero subterráneos a las ideas, y ellos están allí, los personajes, pidiendo: “No nos traicionen”.

- No solamente los personajes están preocupados. El mismo autor. En el atardecer de ayer hablé con Pirandello – uno de esos silencios llenos de música apareció bajo su voz - En italiano.

Y nos contó lo que el autor le dijo. Fue una clase celestial de lo terrenal del teatro. Nos pidió, al finalizar, que jamás lo dijéramos a nadie. “A nadie” - remarcó, y cuando él decía algo así, había que cumplirlo. Era el Dire.

Debo decirlo de una vez: el Dire era mi padre.

Papá, visto a la distancia, fue quien me salvó. Aprendí, a través de él, desde él, lo que es la poesía sin definirla nunca. Si me dijeran que la poesía tiene un olor, yo sé cuál es. Si me preguntaran cuál es la sensación de estar descubriendo un poema de verdad, yo podría describirlo. No hubo mejor manera de aprenderla, de conocer sus vericuetos, sus trampas, sus señas y guiños: la poesía inasible fue para mí clara cuando la intuí y la encontré desde el teatro, desde todo lo que es el teatro y que mi padre hacía: desde poner un clavo hasta decir con sus palabras las palabras del personaje, para que el actor entendiera cómo debía decirlo. Era cómico: podía expresar con exactitud la variable gama de la voz de una mujer o de un hombre; un anciano, un niño o una abuela. Pero más aún: él sabía lo que era la poesía.

Un episodio lo define plenamente: fue una vez en que, sentencioso y grave, reunió a todo el elenco para decirles: “Escribí un poema”. Todos callaron, y se dispusieron alrededor de él para escucharlo con reverencia. El texto estaba escrito con lápiz rojo en un papel arrugado. Decía así:

Clavos / Banco / Banco rojo / Madera de 10 / Zapatilla del zapatero / Gorra de mujer/ Martillos / Tacho de luz / Lámpara / Telón al fondo” .

Cuando terminó hubo un largo silencio. Se miraron y le dijeron que debía seguir escribiendo; que sí, que era un gran poema. Su risa los avergonzó. Una carcajada feroz terminó, cuando dijo: “Es la lista de la utilería”.

Aquel episodio originó una larga charla acerca de la poesía. Poesía no era esa mentira a la que querían acostumbrarnos. Debía ser algo más. ¿Qué? Hacer el teatro día a día iba a ayudarnos a descubrirlo.

Pero así como tenía esos encantadores momentos de jocosidad y sabiduría, también dejaba andar sus rabietas, sin miedo a destruir todo lo construido, de un plumazo. Su italianidad, o quién sabe qué resabios de su infancia, lo llevaban a airarse de manera tal que llegaba a ser autodestructivo. Para luego caer en una tristeza breve pero terrible (un león encerrado en una jaula podía parecernos más accesible) y después resucitar con una actividad más vigorosa que antes. Esa característica de él fue lo que hizo que “Seis personajes en busca de un autor” no se estrenara nunca. Casi cuando estaban a una semana del estreno, la suspendió porque dos actores se habían ido a probar a otro elenco. O no sé aún si fue por eso. O no sé si ninguno de nosotros se animó al desafío de los personajes.

A la historia la había contado muchas veces en la sobremesa en casa. Mamá lo escuchaba porque le encantaba escucharlo y todos volvíamos a ver la escena: su mamá lo había dejado en una escuela pupila porque no le podía dar de comer. Se encontró de repente entre un montón de chicos desconocidos y brutales, pero dirigidos por amorosos sacerdotes vicentinos que, aparte, quién sabe por qué intuición de pedagogía futurista, usaban el teatro, al que amaban, como método de enseñanza. Papá fue el alumno más apegado a esa tarea minuciosa de construir cada escena, desde el clavo hasta el aplauso. Fue utilero, escenógrafo, iluminador, aprendió el oficio de la mano de esos maravillosos maestros de sotana, y jamás abandonó ninguna de las dos cosas: siempre siguió haciendo teatro; todos (todos) los domingos iba a misa. Él mismo lo decía así: “Yo voy a morir sobre un escenario. Mi religión es el teatro”.

La obra no se estrenó, entonces. Y esa fue la última vez que aquel elenco se reunió. Treinta años después, el Dire organizó un encuentro en la ciudad: algunos habían seguido viviendo allí, otros debimos volver;los niños y los jóvenes, aún muchos adultos, ya no sabían nada de nosotros. El diario local tuvo que escribir una nota explicatoria para que se entendiera qué estábamos haciendo allí, y quiénes habíamos sido.Al encontrarnos, entre abrazos y entusiasmo, a muchos les costaba reconocer en mí a aquel niño de diez años. Y cuando los sobrevivientes nos detuvimos frente a una exposición de fotos cuyos negativos habían sido rescatados de un tacho de papeles (casi casualmente, por el mismo fotógrafo que las había sacado, como queriendo atrapar el paso por este mundo de un grupo de magos) ya casi no podíamos creer las escenas que habíamos logrado. Sí, dije de magos; porque lo que hicimos fue magia.

Después vino la diáspora.

“Sobrevivientes”. Eso es lo que somos. Todos aquel día nos encontramos absortos frente a esas fotos en blanco y negro, y alguien diría: “Fue una época que jamás se volverá a repetir”. Sobrevivientes porque allí, parado, absorto, transité la culpa de seguir con vida (¿qué no había hecho yo para no morir, y por qué?):

- a Beatriz la había comido un cáncer;

- a Daniel, el alcohol y las drogas;

- a Johansson, no sé qué extraño accidente automovilístico;

- a Lito, el puñal de una mujer.

Diezmados. Quemados. Anulados. Muertos a los treinta, a los cuarenta, a lo sumo. Jóvenes, jóvenes. Una diáspora trágica y espantosa de los héroes, de mis héroes.

Y a Néstor, la más cruel de todas las muertes: la muerte del olvido.

Papá intentó elencos una y otra vez. Siempre. Hoy a los ochenta y un años sigue dirigiendo , enseñando. Armó y desarmó grupos como rompecabezas. Siempre hubo una sequela que no encajaba. Siempre falló algo en el encastre. Y algo interesante: nunca volvió a intentar, siquiera, aquella obra de Pirandello.

La diáspora es un espejo que se rompe. Antes nos mirábamos plenamente en el espejo completo; después sólo partes, y cada parte jamás volvería a ser el todo; cada parte añorará siempre haber sido alguna vez un espejo. La distancia del espejo con el objeto jamás asegurará poder mirarse. Y cuando la obra no se estrenó, entonces, porque el Dire se enojó con dos actores, en realidad fue porque, si fallaban, los personajes jamás les perdonarían no serles fieles. Nosotros lo sabíamos. El Padre, La Madre, La Hija, el Hijo, El Muchacho (que no habla), la Niña (que no habla), jamás nos perdonarían el desajuste de no poder entenderlos. Pero lo que es peor aún, jamás perdonarían haberlos conocido y no terminar el rito. Sin darle cauce al rito. Sin concitar al rito mágico, una vez más, del teatro. La unión de las cavernas, de los túneles que los unen.

Esta historia va terminando y quizás alguien la lea sólo cuando todos los que participamos de aquella experiencia hayamos muerto. Tal vez todos hayamos merecido

una muerte en una cama, pero Néstor no tuvo ese privilegio.

Ya se sabe, la gente va creciendo y de la historia de las ciudades sólo se cuentan la de los edificios. Como si sólo tuviéramos una memoria de museo, de cosa muerta, quieta, descascarada. Pero de aquella historia viva, cuando Néstor fue encontrado muerto en un banco de una plaza del suburbio, ya no quedaba nada. Nadie la había escrito y las maestras ya eran demasiado jóvenes como para recordárselas a sus alumnos.

Su desastre comenzó cuando lo echaron de su trabajo de iluminador del Cine. Lo cerraron y él quedó en la calle. Su madre había muerto hacía poco; la casa que alquilaban fue dada a otra familia, y así, desvalido y sin parientes, comenzó a dormir en el banco de la plaza. Los más necesitados jamás piden nada. Él tampoco. Quizás esperaba que alguien se acordara: él había sido utilero, iluminador, escenógrafo, y llegó a actor por el propio imperativo de su amor por los personajes. Hasta había sido el Claudio de “Hamlet”. Pero nadie lo reconoció. Se murmuró nada más: “Está loco. Dicen que fue un actor”. Muchos lo escucharon recitar en voz baja frases de sus obras favoritas mientras comía un sandwiche sucio y desgajado.Un amanecer tan frío como en una ciudad a orillas del mar puede ser un amanecer, lo encontraron retorcido en el banco de la plaza. Retorcido y desconsiderado por todos. Indigno. Indignado, mejor dicho.

En este mundo, no suele haber una cama para que muera un actor.

En “Seis personajes...” la escena comienza con el Director dando indicaciones. El Director es papá. El Electricista (Néstor) está haciendo unos cambios de luces, y el Director le indica que mueva un poco la escalera hacia la izquierda. Mientras tanto, actores del elenco están representando otra obra. Es decir, están mostrando lo que ocurre en el teatro cuando aún no se hizo teatro.

Entran los personajes. Son seis. Entran a exigir que un autor les cuente su historia, la historia de una familia desquiciada. Entonces, a falta de actores valientes, y de un autor, ellos mismos se representan.

Recuerdo dos escenas que me subyugan. Una es cuando la Hija le dice a su hermano: “¡No hagas teatro!”. ¡El personajes exigiendo que el teatro se construyera desde la realidad de la vida!.

Otro es cuando el Muchacho (que no habla) se suicida. Yo estaba detrás de una bambalina y, con dos maderitas, debía golpearlas simulando el trashumar del martillo de un revólver y la pólvora. Se alarman. La madre va a buscarlo. Varios lo levantan (incluso algunos de los actores que todavía no “actuaron”) y esa escena es la escena misma de La Piedad.

A mí nunca me habló el Muchacho. Porque el Muchacho era yo.

Papá hace poco me preguntó cuál fue la ciudad en la que más me gustó vivir. Entonces yo pronuncié el nombre de aquella.

-Sí ¿no?

Ahora que le cuesta caminar, papá suele quedarse sumergido en pensamientos. Mamá murió hace diez años y la extraña. Sé que, también, extraña aquella historia que ahora les cuento.

La última escena de la obra jamás se pudo ensayar. El teatro queda a oscuras. Puedo percibir el olor que queda en todo teatro donde los personajes intentaron vivir. Y sé que esas palabras del autor son lo que él es, lo que yo soy, lo que son mis héroes, y el espejo roto.

El Padre: ¡Ficción no! ¡Realidad! ¡Realidad, señores!

Realidad.

El Director:(Que no puede más) ¡Ficción! ¡Realidad!

¡Váyanse al diablo todos! (El director suspira

como liberado de un íncubo y todos se miran a

los ojos con recelo y espanto) ¡Ah! ¡Nunca me

sucedió una cosa parecida! ¡Me han hecho

perder el día! (Mira el reloj) ¡Váyanse,

váyanse! ¿Qué más quieren hacer ahora? ¡Es

demasiado tarde para empezar el ensayo!

¡Hasta esta noche! (Los Actores lo saludan y

salen) ¡Eh, electricista, apaga todo! (El teatro

queda sumido en la más lóbrega oscuridad)

¡Eh, por Dios! ¡Por lo menos déjame

encendida una lámpara para ver dónde pongo

los pies!

(de la escena final de “Seis personajes en busca de un

Autor”, de Luigi Pirandello).

Alejandro Seta

No soy más que el vagón de un tren que en la década del sesenta se tambaleaba, llegando, sobre ese río a orillas de la ciudad de Necochea. Los primeros acordes de la música de Piazzola me vuelve a llevar a quién soy. Las palabras de mi abuela Sara, un libro encontrado por azar, Cris, la escritura tambaleante, mis hijos, el descubrimiento de Dios.

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