JULIO Y EL GATO | Alejandro Seta
JULIO Y EL GATO

17 de mayo de 2021 | Autor: Alejandro Seta

A la fotógrafa Amalia Dentone, a quien conocimos en una función de títeres y que es especialista en magia

-Ojos de gato - dije,

-Sí ¿viste que tiene los ojos separados?

Eso me lo había dicho Cris una vez, mirando el retrato con el cigarrillo, en la foto de Sara Facio, aquella en la que Julio tiene un cigarrillo en la boca. Sara le había sacado muchas fotos a Julio y muchas de ellas con gato. Nosotros no sabíamos entonces eso, sólo teníamos esa foto con los ojos de gato, que en realidad era una postal para enviar por correo, esas que se envíaban poniéndole sólo una estampilla atrás, sin sobre, y donde se podía escribir unas palabras, y nada más. Se la había enviado su amiga Sandra, y Sandra había escrito en el reverso: “¿Viste que el cigarrillo está apagado?”. A Sandra no le gustaba Cortázar, no le gustaba su escritura, pero a mí la propia Cris me había adentrado en su literatura, en su rayuela manera de escribir, en su cronopia forma de mirar las cosas, su mirada femenina desde un hombre, esa manera de ver detalles que nadie ve. Y nos los descubre de pronto con un pase de dedos sobre la máquina.

Y cuando recién nos habíamos casado y vivíamos en Lanús, en cuanto tuvimos un gato (era color té y blanco, a rayas) le pusimos de nombre Julio Cortázar. Al gato lo había traído mi hijo Leandro que entonces tenía cuatro años, ahora 35. Leandro había llegado con Julio Cortázar cuando todavía no se llamaba Julio Cortázar y en cuanto Cris lo vio dijo: pongámosle Julio,y yo propuse llamarlo con nombre y apellido, qué tanto, si al final todos usamos apellido por qué no el gato.

Julio Cortázar un día se enfermó y, como no podíamos pagar un veterinario, lo llevamos al MAPA de Lomas en nuestro Ami 8 hecho bolsa. Para los que no conocen los detalles voy a explicar algunas cosas para que lo entiendan: MAPA es la Asociación de Protección de Animales (nunca entendí qué hacía la M allí) que entonces funcionaba en Lomas de Zamora. Atendía gratis. Que el Ami 8 estuviera destruido (recuerdo que la puerta del conductor estaba salida, y al sentarme la colocaba en los goznes y después tenía que manejar con el brazo saliendo para afuera, como si en pleno invierno deseara tomar aire y en realidad la estaba sujetando para que no se cayese) y que fuéramos a MAPA hasta Lomas a atender a Julio era todo uno: no teníamos un peso extra, eran nuestros comienzos, éramos felices sin dinero, éramos jóvenes felices, con Cris no teníamos hijos; para Cris, mis hijos, Clarisa y Leandro, era como si fueran de ella.

También debo decir que para llegar a Lomas debíamos pasar por varias localidades intermedias a través de Avenida Alsina, que en su recorrido va tomando diversos nombres, y que esas localidades son: Remedios de Escalada, Banfield, Lomas. En ese orden. Y que son los nombres de las viejas estaciones de trenes que inauguraran las empresas inglesas y que Perón expropió en el 45. También pasamos por el barrio inglés de Remedios de Escalada, que está a la izquierda de Alsina si uno va para el Sur, como íbamos entonces, donde vivía y vive nuestra amiga, fotógrafa, Amalia Dentone, a la que conocimos en una función de títeres. Amalia había heredado casa y vivía sola. Ella se había enamorado de nuestros títeres y la visitamos en su casa, son casas muy antiguas de un color terracota, y sus calles semejan antiguas pinceladas de Van Gogh. Recuerdo que Amalia también amaba a los gatos, tenía cuatro, y les sacaba incansables fotos, y el día que la visitamos nos regaló dos.

Nuestro viejo Ami 8 traqueteó entre el adoquinado, pasamos por Banfield, Julio Cortázar iba en la falda de Cris, muy horondo en su enfermedad, estaba triste, no queríamos que se enfermara más, lo llevábamos al médico, y al pasar por Rodríguez Peña ninguno de los dos (ninguno de los tres) dijimos nada, pero todos sabíamos que el verdadero Julio, y Banfield, la escuela 10, el bajonivel por donde él pasó tantas veces hasta los 17 años. Llegamos a MAPA. Una joven veterinaria atendió a Julio con mucho esmero, le tomó la fiebre, le auscultó el corazón, lo miró a los ojos y dijo: “¡Qué lindos ojos!”. Cris y yo nos miramos: sabíamos lo que estábamos pensando y nos sonreímos.

-Gracias – le dijimos a la doctora porque también nos regaló el medicamento. Con el efecto del medicamento, Julio Cortázar había recobrado el ánimo en la falda de Cris, pero, con la energía también recobrada, saltó al asiento de atrás sin percatarnos que entre tantos desarreglos que tenía nuestro auto, la ventanilla (una ventanilla que no se levantaba y bajaba como en los autos comunes sino que se corría hacia los costados como en los trenes) se había trabado y ya no funcionaba, permaneciendo constantemente abierta (en esa época nadie se atrevía a meter la mano para robar). Y al pasar por Banfield, nos percatamos, con terror, de que Julio Cortázar ya no estaba. Íbamos hablando de títeres, de Amalia, del barrio inglés, de la alegría de que Julio ya estaba bien y cuando nos dimos vuelta para verlo, ya no estaba.

Julio había saltado a la calle.

De manera insensata, porque jamás los gatos dejarán rastro de sus peripecias, retomamos el camino. Rercorrimos vastas calles de Banfield, primero por la avenida, luego por los barrios adyacentes. Nunca lo encontramos.

Cris estaba muy triste. Desde ese día no volvió a ser la misma. Pensaba en el gato, pensaba en el gato. Ella se había enamorado de ese gato color té con leche, a rayas, con ojos extraños. Empezó a tener comportamientos inusuales para ella, como quedarse mirando sin hablar cuando se le hacía una pregunta, no se cortaba las uñas y empezó a estudiar de noche. Mientras yo dormía, ella estudiaba, y viceversa; de manera que nuestra relación empezó a enfriarse debido a que sólo la veía dormir y sólo la escuchaba ron...ronear.

Una noche me despertaron maullidos provenientes del techo de zinc (esa sexualidad desenfrenada, esa guerra del amor) y me levanté de un salto, pero mis articulaciones me recordaron que ya no podía levantarme así; de todos modos, fui a verla a la mesa del comedor y estaban los apuntes de la facultad sobre la mesa, pero ella no estaba.

De pronto, la vi entrar. -Fui a tomar aire – me dijo.

No me habló más. Mejor dicho, esas fueron las últimas palabras que le escuché decir. Y esa, la última vez que la vi.

Por las noches suelo salir a recorrer las calles; una de ellas partí para Banfield. El colectivo iba con gente sola (al Ami 8 lo dejé morir en el garage). A cada mujer que subía, sin que ninguna de ellas se diera cuenta, le miraba los ojos; me parecía verla en cada gata. Una vez, creí ver dos gatos recorriendo una cornisa y me pareció que uno de ellos era nuestro Julio Cortázar, pero no pude verlo bien, porque me miraron furtivamente y enseguida se escabulleron por los techos.

La busco entre callejones y calles, entre las patas de las mesas de los bares antiguos que a ella tanto le gustaban, bajo los mostradores, en las estaciones de tren. Pero nunca la hallé.

Ya pasaron treinta años y juego a imaginarme cómo sería ella a esta edad. La mesa con los apuntes de la facultad quedó igual al día en que ella la dejó. Leandro me está diciendo que me vaya a vivir con su familia, que voy a estar mejor.

Le digo que no.

Y aunque no puedo, sólo debería decir que la extraño.

Alejandro Seta

No soy más que el vagón de un tren que en la década del sesenta se tambaleaba, llegando, sobre ese río a orillas de la ciudad de Necochea. Los primeros acordes de la música de Piazzola me vuelve a llevar a quién soy. Las palabras de mi abuela Sara, un libro encontrado por azar, Cris, la escritura tambaleante, mis hijos, el descubrimiento de Dios.

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