Entonces, el nazareno les dijo que echaran las redes del otro lado. Habían pasado la noche entera pescando, pero cuando Él los vio, sólo les dijo: del otro lado. Tal vez fue siquiera un gesto, o no se escucharan las palabras tras el enmarañado viento. ¿Cuánto mediría el ancho de la barca? Al levantar las redes, no podían casi de lo pesadas que estaban y dicen que se rompían. Entonces, las arrastraron como podían hasta la orilla, donde la arena y los peces. Aún furiosos por haber sido sacados del agua, revoloteaban en esa especie de asfixiada muerte . (Una vez pesqué a uno de estos ángeles del agua y vi su desesperación, su salvaje lucha por lo inapresable. Había que ver qué alegría, qué aleteos cuando lo devolví al fluido permanente de la vida). Ahora eran ese tesoro del mar que les traía buenas ganancias. Pero no fue eso lo que Él quiso mostrarles, creo. Sino que observaran el ancho de la barca, y las redes rotas. Que no miraran donde no había, que era demasiada vana la tontería, que podía haber tesoros al otro lado. Que por qué no intentarlo. Desde entonces, cuando la miseria arrecia las aldeas del mundo, los peces son lanzados a morir a las playas donde el hambre. Para saciar a miles Al amanecer, los niños corren como vientos avisando a sus padres que Dios les ha dado de comer. Y toda la gente sale a ver esto que no sale en los diarios: las invisibles redes rotas , la barca que no se ve. Y comen. Todos. Y a nadie se le ocurre llevarse de más. Y yo sé que aprenden esta lección : que el mar lo trae devuelta. Para que este mundo sea un mundo más amable de vivir.