MI ANTEPASADO EL YAGUARETÉ | Alejandro Seta
MI ANTEPASADO EL YAGUARETÉ

3 de julio de 2021 | Autor: Alejandro Seta

a Jorge Aponte, quien me contó su aventura junto a su hijo Alan. — Ilustración: foto de Jorge Aponte, en oportunidad de la mencionada aventura

Nubes negras se habían encontrado en el viejo cielo del norte de Paraguay, mis pagos, mientras avanzábamos feroces con la camioneta Renault nueva de Alan por la ruta que nos conducía a encontrarnos con Pedro.

Hacía veinte días que mi hijo y yo andábamos por la región en busca de los rastros de nuestros antepasados, veinte días incluyendo los dos de viaje desde Buenos Aires. Es una pasión compartida, pero Alan es el mayor entusiasta de este arte de encontrar personas que nos dan nombres y nos cuentan historias que, a su vez, son las nuestras.

Al encontrarlos, siempre, pero siempre, sentimos una alegría inédita, como si una hojarasca movida por el aire de la mañana se desparramara por nuestros corazones. Es entonces cuando nos miramos y ya nos entendemos.

Pedro era el esposo de Lourdes Aponte. Y a su nombre lo tenía registrado Alan en sus archivos, pero no había podido conectar a esa parte de su familia con la nuestra. Todavía no conocíamos a Lourdes, ni a Pedro, cuando, viniendo de Iturbe y llegando casi a las inmediaciones de San Pedro de Icuamandiyú, lo vimos apoyado contra una pared, el pie izquierdo contra la pared (la espalda contra la pared) ojos avizores a la espera de un encuentro esperado y desconocido. Y lo reconocimos:

-El camino es corto, 25 kms. nada más . Yo los guío – dijo en guaraní. Alan me miró, le traduje Todos hablan guaraní en Paraguay. Entonces Alan me miraba para que le tradujera. Esto ocurrió miles de veces. Pedro terminó de decir estas palabras y sin siquiera saludarnos o darnos tiempo a que lo saludáramos, ya estaba subido a la moto pateando el arranque y yéndose adelante y lejos.

Pronto entró en un camino de tierra, pronto el campo empezó a hacerse espeso, un monte oscuro después, las nubes continuaban conspirando oscuramente y teñían el cielo de un pelaje dibujado con arabescos y universos pintados en pequeño, de los que está lleno la naturaleza, como un documento de identidad de las cosas. Ese cielo era la flor que se abre, y los ojos tenebrosos de los pajarracos de la selva, y muchas cosas más. No hubiera seguido adelante. Yo soy mecánico, deben saberlo: amo mi profesión, quiero que cada auto dé lo mejor de sí, y enseño a cada propietario de los cuidados para que cada vehículo dure un poco más. Todo tiene su fin, pero no debemos acelerarlo.

-¿ A dónde irá?

-A la casa.

-¿Allí está Lourdes?

-Sí, son trabajadores cocineros de campo de soja. Un sojal atrás de la selva.

La nombré y me dio un escalofrío. Estaba anocheciendo, los árboles arriba se abrazaban y el cielo ya no se veía. El camino era un pequeño sendero por el que íbamos atravesando una inmensidad que ni atinábamos a vislumbrar. Ruidos desconocidos para mí de pronto se avizoraban a través del zumbido del motor, crujían ramas, gritos de pájaros que ultimaban los detalles del día. De pronto, la moto de Pedro se detiene. Frenamos. Abro la puerta y escucho, al costado del camino, cómo algo pasaba a acaso dos metros de nosotros.

-No apagues el motor, Alan – grité. Me bajé a ayudar a Pedro, pero la moto arrancó antes.

-Escuché un ruido en la espesura – le dije. Pedro pateó otra vez el arranque y antes de partir nuevamente, musitó:

-Ah, es el yaguareté – dijo como si oyera llover.

Los 25 kms. no eran 25 kms. Ya hacía una hora que andábamos cruzando la selva, ¿cuándo llegará, para qué nos trajo aquí?

Si había algo más peligroso que el yaguarté mismo eran las bandas de narcos, que se solían esconder allí. ¿Y si Pedro era un narco que nos estaba secuestrando? Me metí más y más en esos pensamientos aterradores, cuando me di cuenta de que la selva había quedado atrás, habíamos hecho cincuenta kilómetros del sendero, salimos a un campo, llegamos a una tranquera blanca. Un hombre con una lámpara a kerosene vino a abrirnos, pasamos, seguimos andando, la moto de Pedro seguía andando, bordeando el sembradío enorme de un sojal.

-Ahora viene un camino de arena, pero está mojado, no pasa nada.

-¿Por qué no nos dijiste? - soy mecánico les dije. Lo grité con mi voz aterrada, mi hijo tomaba notas, no sé qué notas tomaba.

-Y vos ¿qué tomás tantas notas?

-Estoy ordenando la genealogía de los Aponte. No te asustes, ellos nos protegen.

En ese momento no le creí. El miedo iba creciendo, nos metimos en la arena, el auto era nuevo, detesto arruinar un auto. Y de pronto, un charco, un gran charco profundo que abarcaba todo el ancho del camino.

Me detuve.

-Hasta aquí llego – me bajé.

-¿Qué pasa, amigo?

-Hata acá llegué. Basta, no sigo.

Entonces Pedro dijo, misterioso y solemne:

-Mire, Jorge. Usted tiene miedo, mucho miedo. Puedo olerlo a su miedo. Y le voy a contar algo para que confíe.

Y nos contó esta historia, allí, a la vera del camino de arena, frente al charco, con los motores calientes de las máquinas. Alan tomó nota, él tomaba notas, infinitas notas, y lo que transcribo ahora es fidedigna copia de lo que él escribió:

“Yo soy bisnieto de Ramón Aponte, un hombre que fue bueno y que se hizo malo por las imposiciones de los hombres: hambrunas de niño, maltratos, injusticia, lo hicieron el más feroz bandolero de Paraguay y de Corrientes. Fue el yaguareté más malo de estas comarcas: robaba, robaba estancias, cajas acaudaladas, bancos, grandes comercios, y lo que robaba, mire, de lo que robaba él no se quedaba nada, pero nada ¿eh? Todo lo repartía entre los pobres, por acá, por San Pedro, por Iturbe, bajaba al Sur, le regalaba a los más pobres, iba de casa en casa y les dejaba dinero. Tenía un azulejo que en las noches pasaba inadvertido: Ramón Aponte, mi bisabuelo, anduvo por estos lugares de arena, también, cabalgando, cuando no había sojales, la soja ni existía, esto era todo monte, y se vestía de negro, sombrero negro, mire, una preciosura mi bisabuelo. La noche lo cubría, las alimañas de la selva lo cubrían, nadie podía hallarlo. Pero una noche lo perdió una mujer, estaba enamorado de una guaina de por estos pagos y se quedó dormido, tuvo que salir de mañana, tempranito, pero lo vieron, y la policía lo encontró enseguida. El azulejo volaba, mire, pero la policía lo rodeó con sus caballos que venían del Norte y del Sur, y el caballito hundió sin querer las patas en la arena pantanosa y no pudo salir, Lo acribillaron, che. Sin piedad. Si van al cementerio, ustedes van a ver cómo todavía lo homenajea la gente, con velas, con comida, con bebidas. Lo invocan, dicen que hizo milagros. Él era un yaguareté malo, un cebado; se llevó en su haber siete muertos, de las refriegas ¿viste?”

-¿Y por qué dice que era una yaguareté malo? - pregunté, azorado, remarcando la palabra.

-Los guaraníes creemos que todos tenemos algo de yaguareté. El que escuchó en la selva es un yaguareté bueno. No ataca a las personas. Sólo mata animales para comer.

-¿Y por qué dijo que usted es un yaguarete bueno? - preguntó Alan.

-Es una forma de decir. - dijo y se subió a la moto, pateó el arranque y gritó.

-¡Vamos a dar la vuelta, por acá hay otro camino!

Enseguida llegamos a su casa. Nos atendió Lourdes, una morena que había tenido ya cinco hijos, quienes aparecían asombrados a ver a esa gente alta del Sur. Lourdes era Aponte. Nos trajo lo que tenía: fotos, cuadernos, anotaciones, sopa para comer, algún mango maduro.

Nos fuimos a dormir.

Esa noche soñé con yaguaretés. Eran dos yaguaretés haciendo el amor en el terreno de la selva, entre árboles enormes. No sabía por qué yo sabía cuál era macho y cuál era hembra, gritaban feroces, vociferaban como grandes gatos inaccesibes. Me desperté de terror. Escuché un grito en la habitación de al lado, donde dormían Pedro y Lourdes. Enseguida apareció Pedro.

-¿Vos gritaste, che? - me preguntó. - No, yo escuché un grito. - Fuiste vos mismo, chamigo.

Unas gotas empezaron a rebotar en el techo de chapa. Entonces Pedro dijo:

-Va a llover tres días.

-¿ Y por qué no me dijiste antes? ¡Alan, arriba, nos tenemos que ir!

-¿Cómo que se van?

-Si nos quedamos ahora, no nos vamos por diez días. ¿Y cómo sabés que va a llover tres días?

-Lo sé.

Había algo raro en su voz.

Medio dormidos, nos subimos al auto y salimos a todo raje por el camino de arena, vadeando el charco, luego el sojal, la tranquera blanca que , inexplicablemente, estaba abierta; sentimos ruidos extraños al borde del auto, dije que no podía detenerme, luego la selva ancha y venturosa. La lluvia era cada vez más violenta, todo se llenaba de ese olor tremendo a hojarasca mezclada con oxígeno.

Llegamos al lugar donde estaba la moto de Pedro ( en el mismo lugar donde se había quedado por primera vez) abandonada, al borde del camino, tirada en el piso, vimos algo al costado del auto, como un cuerpo, un cuerpo de perro.

Y al pasar al costado de la moto, un haz de luna se filtraba directamente sobre el lugar, y lo pudimos ver: allí estaba el yaguareté bueno, su cabeza enorme, sus manchas solitarias en el pelaje único, mirándonos. Mirándonos. Mirándonos con una mirada de bondad como nunca vi en humano alguno.

Seguimos veloces por la selva, enseguida la ruta, San Pedro del Ycuamandiyú , el auto se había llenado de barro colorado, la lluvia intensa lo lavó por completo, no se podía ver a través del parabrisas, nos detuvimos en una estación de servicio.

Todo era una enorme catarata sobre el mundo.

Alejandro Seta

No soy más que el vagón de un tren que en la década del sesenta se tambaleaba, llegando, sobre ese río a orillas de la ciudad de Necochea. Los primeros acordes de la música de Piazzola me vuelve a llevar a quién soy. Las palabras de mi abuela Sara, un libro encontrado por azar, Cris, la escritura tambaleante, mis hijos, el descubrimiento de Dios.

Acerca de Mí

Tenemos un grupo de WhatsApp!