EL SOFISTA Y LOS MAGOS | Alejandro Seta
EL SOFISTA Y LOS MAGOS

15 de diciembre de 2021 | Autor: Alejandro Seta

"Cuento de Navidad N.° 3"

a mi viejo

Natale juega a los pistoleros en la plaza de General Arenales. Ya ha matado a cinco delincuentes, él es policía y los ladri también atacan desde atrás de los arbustos. Nadie los ve: a la gente preocupada en sus preocupaciones, o en sus ocupaciones de las que nunca están conformes, que es lo mismo, les molestan los despreocupados; son darse cuenta de que, si no se ocupan, seguirán perdiendo el tiempo como ellos mismos. Dicen que pierden el tiempo los niños cuando juegan. Natale ya ha matado al sexto, y, como si resucitaran, se levantan y siguen peleando, siguen disparando incansables balas inacabables. Se cansa, se sopla el dedo, grita: “¡Pido gancho!”, se sienta bajo una sombra cualquiera de un árbol cualquiera, que después recordaría pero en aquel entonces no sabía cuál era. Un ciprés. Se ríe, se ríe mucho. Se ha divertido: allí estaba la clave del teatro; él no sabía que su infancia terminaría al día siguiente y que lo que alguna vez lo salvaría (así me dijo una vez que se enojó conmigo: “Para mí el teatro es mi religión”) sí, lo que alguna vez lo salvaría definitivamente serían esas dos cosas.

A Francisquina se le ocurrió eso, al verlo allí, despreocupado y sin ir a la escuela porque no podía pagarle los gastos, poco comido porque no tenían con qué, habló con el médico del pueblo, aquel que lo atendía a cambio de unos panes caseros, y le consiguió una vacante en una escuela de La Plata, que no sería otra cosa que un reformatorio, o dicho de una manera más amable: un instituto de menores, donde su pureza de niño de seis años se mezclaría con la más sucia promiscuidad de la delincuencia juvenil de aquellos años. O de los de siempre. Hay quienes caen en esa desgastada rueda de los desechados del mundo, el pozo a donde van los olvidados en los que nadie cree, aquellos que arruinan una sociedad floreciente. Estos tanitos deberían irse de donde volvieron, décadas les costó hacerse valer, demostrar con trabajo lo que eran. En el documento de Natale se ve en dos trazos lo que ellos significaban para la altanería criolla: al firmar había escrito con una delicada grafía de sus diecisiete años: Natale.

-¿Qué escribió ahí?

-Natale. El tipo se enardeció.

-¡Acá no estamos en Italia!. Ponga Natalio. Usted se llama Natalio. Entonces, sobre la “e”, se ve clarito que sobre la “e”, tuvo que agregar dos letras más: la i y la o.

Había visto el revólver a cebitas en la vidriera de la ferretería, frente a la plaza. Entró y preguntó el precio. La suma era alta, jamás lo tendría, con limpiar el piso de la farmacia una vez por día tendría que trabajar treinta para llegar a comprarlo, y cada día Franscisquina le pediría las monedas para la harina . Era la época en que la cena era un pan partido al medio, un ajo picado que sacaban de la huerta y un poco de aceite, puesto a quemar en el rescoldo. Ya habían pasado ocho años con sus 6 de enero, y los Reyes no pasaban. Él les pedía un revólver a cebita. En los últimos dos, Luigi, su papá, pala en mano, con las manos sucias de tierra, le explicó que ellos vívían a siete cuadras del centro y que, como los Reyes empezaban por el centro, se quedaban sin juguete cuando les tocaba a los barrios, y que nunca llegarían. Eso era todo. Entonces pergeñó una idea marravillosa. Se dijo: ahora los voy a joder. Y fue al lugar donde Luigi guardaba los billetes y le sacó dos grandes con fragatas y uno con la cara de uno que había fundado escuelas y que estaba siempre enojado. Estos argentinos nunca están contentos con lo que hacen . ¿Para qué fundó escuelas si tanto le disgustaba? Toda la noche lo miró al gran maestro. Le dijo: “Eh, vos , argentino, ayudame. Que nadie me descubra, pero esta vez tienen que llegar los Reyes a mi casa”.

-Esta vez van a venir los Reyes.

-Te dique que no.

-Sí, van a llegar.

-No, nene, no. ¡Te dique que no hay reches, ¿entendiste?!

Ala mañana siguiente salió como cada mañana a limpiar la vereda de la farmacia, pero antes pasó por la ferretería que recién abría.

-El revólver a cebita – pidió. Era 5 de enero. Ahora tenía el revólver en la mano.

-Para regalo – pidió. Lo guardó debajo del pulóver que Francisquina le había tejido a mano, una tricota llena de ochos, y se dirigió a la farmacia. Escondió el revólver detrás de unos remedios y empezó limpiar. Al llegar a casa, lo escondió bajo la cama. Esa noche preparó todo de manera prolija: los zapatos afuera, el pasto para los camellos, el agua Había puesto el agua en una cazuela pequeña.

-¿Qué estás haciendo vos?

-Preparando todo: esta noche es la noche de Reyes. -Ya te dije que acá no llegan. Natale lo miró a los ojos a aquel tano tristón que era su padre. Entonces tenía treinta años y hasta el día de su muerte tuvo esa mirada. A los diecisiete había estado en las trincheras de África; él había cavado la suya, y siempre andaba con la pala en la mano. Parecía que había nacido con ella. Un día, me contó que estuvo tres meses, en la trinchera, la barba llena de piojos y el hambre que se había convertido en una tenaza llena de miedo en todo el cuerpo, y que, sólo por vivir para algún motivo que entonces estaba oculto para él, había comido ratas. Era un ser que sólo supo trabajar muchas horas todos los días hasta el día que murió. Hablaba poco, tenía una sonrisa buena, una mirada en paz cuando ya estuvo en Argentina. Dejaba hacer, la miseria lo perseguía también en este país. Él era mi abuelo. Y Natale, esa noche, le repitió:

-Esta noche van a venir. El tano Luigi se dio vuelta. Nunca supo Natale que fue para no mostrar sus lágrimas.

“A mí me salvó el teatro. Mejor dicho, me salvó la religión. En el reformatorio conviví durante un año con la miseria más malsana de este mundo. Hasta que un día ocurrió un milagro: había seis pabellones con cien chicos cada uno, yo tenía ocho y, y ese día, era un atardecer, eligieron a uno de cada cien, y nos hicieron cambiar, a los gritos, tomar nuestros bolsos con la la poca ropa, y nos subieron a una ambulancia. “¿A dónde nos llevan?” . Nadie nos contestaba. La ambulancia empezó a andar con la sirena que sonaba como si nos dijera que nos llevaban a la muerte. Llorábamos. Todos juntos. Como si las lágrimas y el ruido de nuestros llantos y la sirena fueran la misma cosa. Se detuvo. En un edificio lleno de luz, un cura salió a recibirnos con los brazos abiertos, nos abrazó, nos dijo bienvenidos, nos abrió la puerta y adentro, un lugar donde todos sonreían. Nunca había sentido que alguna vez me trataran así: nos dieron ropa limpia, un cepillo de diente y un dentífrico Colgate. Hasta el día de hoy uso Colgate. Nos dieron de comer, nos sentaron a una mesa limpia, con mantel. Sentí que Dios me había tocado. No supe por qué. Dormí como la mejor noche. Un día, el hermano Lorenzo me dijo que me iba a mostrar el mejor lugar de la escuela, y abrió una puerta con cara de que estaba abriendo un tesoro. Me dijo: “Esto es el teatro”. Yo no sabía qué era, pero vi las butacas, el telón, el escenario, la madera, ese olor que tienen todos los teatros del mundo. Hasta el día de hoy, cuando termina una función y se van todos, a mí me gusta quedarme solo, un rato, y me siento en una de las butacas: entonces algo sagrado sucede, siento que en ese lugar, en ese momento, está Dios. Desde entonces, nunca dejé de hacer teatro. Alfredo Alcón me dijo una vez que el teatro es un grupo de amigos que se juntan para investigar qué es la vida. Por eso yo sigo investigando qué es esto de la vida y me quedo sólo en la butaca para percibir esa respuesta a esa pregunta”.

-¡Mirá, papá, mirá!. Llegaron los Reyes, mirá lo que me trajeron, un revólver a cebita! El viejo tomó el revólver de juguete entre las manos y le dijo que de dónde lo había sacado.

-Me lo trajeron los Reyes – le dijo. Sin decir palabra, fue hasta el primer estante de un viejo armario donde guardaba la plata, y, aunque no sabía contar, sabía cuántos pocos billetes tenía y notó el faltante. No dijo nada más: tomó una alpargata, y le pegó en las nalgas hasta cansarse. “No me dolieron. Él nunca me pegaba ni nunca lo volvió a hacer. Pero esa vez me pegó por su pala en la mano, por la trinchera de África, por las ratas comidas, por Francisquina llorando sobre la harina, por la lejana Italia, por este país que los despreciaba”.

El telón -me dijo- es el límite entre la realidad y la ficción. Ente la vida cotidiana de la persona que saca una entrada, se baña, se arregla y va a sentarse en una butaca para que lo engañen bien. Y se presta a ese engaño con candidez de niño, y sale satisfecho a volver a vivir la vida de todos los días con un sueño realizado por otros pero con la intención de que, tal vez, en esta oportunidad, los pueda logra él. Los propios. Estábamos terminando la función de “El farsante más grande del mundo” de John M. Synge, y el protagonista termina muerto a mitad del escenario. Solo. En ese momento tiene que bajar el telón. Esa vez no bajó. Alcón estaba tirado en el piso y el telón no bajaba. Pasó un minuto, la gente no aplaudía, entonces el director dio la orden de apagar todas las luces. Y Alcón pudo salir.

-Natalio, querido, por favor, andá a ver qué pasó con el sofista. Estaba enajenado. Natalio subió la escalera que llevaba hasta el puente. A los que trabajaban de manejar el telón, se les llamaba sofistas. El sofismo es el que engaña, con palabras, y es capaz de convencer a cualquiera que cualquier mentira puede ser verdad. El telón es la herramienta del sofista experto y disfruta de ser el artífice de ese engaño. Cuando Natalio llegó arriba, el sofista estaba dormido. Pensó que estaba muerto, el brazo sobre la baranda de madera, la cabeza sobre el brazo. Lo tocó. No hicieron falta palabras. La cara de desesperación de Pedro (Pedro se llamaba) no tenía falta de ser traducida: había visto la obra cien veces y se había cansado de ver las mismas escenas y escuchar las mismas palabras, se había dormido pensando en su esposa, en sus hijos, tenía un trabajo, se sentía feliz. Pero se había dormido. Si Natalio decía que se había dormido, lo iban a echar. No se dijeron nada, Natalio tomó una trincheta de una bolsa de tela con herramientas que llevaba colgada a la cintura , y cortó la soga. Bajó. - Se cortó la soga. Qué desgracia. Hay que cambiarla. -Yo salvé a Pedro- me dijo mucho después-. A mí me salvó el teatro, la mirada de mi viejo, los panes de Francisquina, una ambulancia que llegó a tiempo, el dentífrico Colgate, un revólver a cebita, los alpargatazos, cierto sofista dormido, una trincheta en la bolsa: por eso debo tanto a tantos. Entonces papá se queda pensando en todas las puestas en escena que quisiera hacer pero ya no puede, y se queda dormido sobre el puente de un teatro de un telón que todavía no bajó.

Alejandro Seta

No soy más que el vagón de un tren que en la década del sesenta se tambaleaba, llegando, sobre ese río a orillas de la ciudad de Necochea. Los primeros acordes de la música de Piazzola me vuelve a llevar a quién soy. Las palabras de mi abuela Sara, un libro encontrado por azar, Cris, la escritura tambaleante, mis hijos, el descubrimiento de Dios.

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