24 de mayo de 2021 | Autor: Alejandro Seta
Ame juega con Rodri bajo la luz de una de las tres lunas de Trígonus, el planeta verde.
Ellos viven en una de las ciudadelas a orillas de un gran mar, donde los árboles se apoderaron de las montañas, de los ríos, de las calles mismas, y de las casas. Los árboles son más importantes que las personas en Trígonus.
A nadie se le ocurrriría lastimar un árbol, porque los árboles los protegen. De los vientos, de los grandes calores, de los grandes fríos, de las tempestades y de los malos sentimientos.
De hecho, hay casas en Trígonus que se asientan sobre los árboles, pero no porque las hayan construido allí, sino porque los árboles siguieron creciendo y, con sus enormes raíces, las levantaron en el aire. Los habitantes de esas casas, al verse elevados a las alturas, sólo atinaron a construir escaleras para bajar, agradecidos de que los árboles hubieran tomado la decisión de protegerlos.
¿A qué juegan Ame y Rodri bajo la luz de una de las tres lunas? A escapar de sus propias sombras: dos de la mano, y a veces sueltos, realizando una maravillosa danza de manos y piernas y risas que son como la misma música de esa extraña danza sin música.
- ¡Aamee! - dice, llama, la mamá de Ame a Ame, quien deja de danzar-jugar con Rodri (¿acaso es distinto danzar que jugar?) y se despiden. Rodri va a su casa, donde ya está su mamá a la puerta, que es la de la casa de enfrente a la suya.
En la mesa de Ame hay sopa de vegetales, que a ella le encanta.
- ¿A qué estaban jugando?
La mamá de Ame es como un pequeño ángel femenino que arregla constantemente la casa y lee libros de los cientos de libros que hay en la biblioteca, que los lee de a ratos, entre la comida y el orden de las cosas, y las responsabilidades de Ame como es ordenar su ropa y sus juguetes.
- A jugar con las sombras.
Al terminar de comer, salen a la puerta a mirar el cielo con tres lunas. De pronto, mamá Alexia pone la mano sostenida en el aire y la mano da tres sombras. Ame mira de reojo lo que su madre hace pero no deja de mirar el cielo. Se puede hacer eso, Ame lo sabe.
- ¿Dónde está Tierra?
Alexia sabe que a Ame le preocupa eso desde hace unos días.
- Muy lejos – contesta. Trata de señalar un lugar en el cielo, pero ella tampoco sabe dónde.-¡Hay tantas estrellas! Tal vez una de ellas sea el sol de Tierra.
Ame intenta entender lo que dice Alexia, cierra los ojitos y los aprieta como si eso la ayudara. Pero no lo logra. Vio (le leyeron) en El Libro, que Jesús murió allí. La primera vez que lo vio colgado de dos maderos cruzados, un estupor la sobrecogió por entera y se apoderó de su pequeño corazón. “¿Qué hizo de malo?” - se preguntó en voz audible pero musitada. Y cuando le dijeron que nada, que nunca había hecho nada malo, más le costaba entender.
- ¿Hay allí gente tan mala? - le pregunta ahora a su mamá.
Alexia no sabía hasta entonces que ser mamá también era contestar ese tipo de preguntas.
- Y también gente tan buena.\
Alexia levanta un palito del suelo y lo coloca sobre el dedo índice de la mano izquierda. El palito intenta caerse pero ella mueve levemente el dedo y el palito vuelve a su lugar.
Ame entiende.
Por un instante trata de comprender la maldad , qué es eso, pero no puede. No lo pregunta, simplemente trata de olvidarlo.
-¿Y por qué en Trígonus no necesitamos del palito?
Alexia piensa un rato. Hay más de dos respuestas en su mente.
-Porque aprendimos.
Pocos años después, Ame ya es una mujer adulta y bella con dos hijos: Rodri y Bed. Se ha casado con Rodri, su amigo eterno, como a ellos les encanta decir, y tiene 84 años según los años de Trígonus, porque debemos saber que este planeta es tres veces más pequeño que Tierra y sus días pasan rápidos como flechas, por lo que se levantan de noche y se acuestan apenas atardece, muertos de cansancio, porque deben hacer en poco tiempo lo que a cualquier persona de otro planeta más grande le llevaría muchas horas más.
“Dicen que en Tierra desperdician el tiempo, porque tienen mucho”.
Alexia ahora la mira barrer el porche de su casa, que es la misma, y sabe que pronto le llegará el tiempo de partir. Sabe (cree) que allá la espera su esposo, el papá de Ame, que falleció inexplicablemente cuando Ame tenía un día.
De vida breve como el mismo tiempo de Trígonus, Evaristo siempre estuvo presente en las historias de su imaginación, porque Alexia se había preocupado de contárselas todas, aderezadas con episodios no muy creíbles, con pizcas de emociones tal vez nunca tan vívidas, pero con el condimento del amor pleno por aquel ser del que siempre estuvo enamorada aún después de muerto muchos años después. Hasta ahora, en que Ame barre el porche de su casa mientras ella la mira y los pequeños Bed y Rodri juegan a taparse la sombra y a correrla, bajo la luz espléndida de la Gran Estrella.
- El Libro – informa Alexia- dice que también desperdician los árboles.
Ame no lo puede entender todavía. No puede entender a esa gente extraña de Tierra
Ame recuerda ahora cuando su mamá le contaba, al lado del fuego del hogar, durante las noches, las historias de Evaristo, su padre. Que era hermoso, que era buenísimo, que contagiaba alegría. Que, antes de casarse, caminó Trígonus tres veces, durante muchísimos días y años, y que todo estaba acá, en su cabeza, y en sus escritos, en sus treinta libros escritos con canciones y poemas recogidos de los pueblos entre los que había andado para recordarles el compromiso que tenían de leer El Libro, porque allí se prometía que si Jesús había muerto en Tierra también iba a volver a Trígonus.
En Trígonus nadie dudaba de esto.
- ¿Qué es ese temblor mamá? - preguntó la niña Ame de tres años a Alexia.
Alexia miró el cielo y se arrodilló.\
Ame había percibido antes de que Alexia lo sintiera, que el suelo del planeta estaba temblando, atemorizado, ruborizado por saber que en un lugar del Universo una especie de hombres habían sido capaces de matar a su propio Dios.\
Ame dijo inocentemente que eso había pasado hacía miles de años. Que eso decía El Libro.\
Alexia inclinó la cabeza. Ame la imitó. Muchos, todos, en Trígonus, se arrodillaron y encogieron la cabeza entre sus hombros. Durante todo el día tembló el suelo, pero tembló de una manera imperceptible para los sentidos, casi un temblor invisible.
Durante muchas horas las estrellas danzaban un baile como al que solían jugar Ame y Rodri. Las tres lunas apenas se estremecieron brevemente. Pero allá, allá, muy lejos, un pueblo estaba aprobando que apedrearan y trataran de quitarle la vida a Aquel que había dado todo por ellos.
Ame no entiende la maldad.
Nunca la entenderá.
No soy más que el vagón de un tren que en la década del sesenta se tambaleaba, llegando, sobre ese río a orillas de la ciudad de Necochea. Los primeros acordes de la música de Piazzola me vuelve a llevar a quién soy. Las palabras de mi abuela Sara, un libro encontrado por azar, Cris, la escritura tambaleante, mis hijos, el descubrimiento de Dios.
Acerca de Mí