NAZI MIENTO | Alejandro Seta
NAZI MIENTO

4 de octubre de 2021 | Autor: Alejandro Seta

"Hacía veinte años que no veía a mi primo."

Y me dijo de pronto:

-Vení. Te voy a mostrar algo.

Hacía veinte años que no veía a mi primo.

Subió la escalerita, bajó un peldaño, abrió una puerta, una vieja puerta de metal con vidrios gruesísimos con grumos azules y antiguos. La Segunda Guerra Mundial había terminado hacía cinco años, y había pasado como si nada, viviendo el horror lejano a través de los diarios, escuchando testimonios atroces por medio de la Spika. Durante el almuerzo había sido inevitable hablar de lo que todavía acontecía en Europa y Rusia, y de los millones de muertos, y de Japón que jamás se rendía, y habíamos estado hablando de Hitler, de su aparente llegada a la Argentina, de muchos nazis en el Sur, de ramificaciones de sus organizaciones secretas; de sus amistades con militares, jueces y políticos argentinos. Mi primo Esteban había defendido a la Alemania, y había intentado decir, aunque no lo escucharon, que el Holocausto era una farsa ideada por los enemigos para desprestigiar al Tercer Reich. Federico, su hermano, asentía calladamente.

Mi primo y su hermano tenían treinta años entonces, se habían instalado en la casa donde habían nacido y no pensaban irse, y decían amar a su viejita aunque la atiborraban de tareas, y decían amar a su viejito, aunque le esquilmaban la jubilación mes tras mes, un poco aquí y un poco allá, para engrosar los escasos montos de sus ganancias como corredores de repuestos para la Siam.

Abrió la puerta y lo primero que vi en aquel reducto (prolijo, límpido, perfecto) fue la bandera con la svástica. Mi corazón, mi ser entero querían disparar. Me hubiera ido corriendo, rodando por la escalera, decir adiós a mis queridos tíos, abrir la pesada puerta de entrada y correr, correr desaforado por las callejuelas penumbrosas de Pompeya a media cuadra del terraplén, seguir por Avenida Cruz, desaparecer en algún suburbio oscuro, esperar el amanecer.

Me tomó del brazo y me empujó:

-Pasá.

Durante el almuerzo, mi primo Esteban y su hermano Federico se habían mostrado fervorosos, alegres, familieros, esa mezcla increíblemente vital de los italianos durante los almuerzos con spaguettis caseros con estofado. Deliciosos, ellos y los spaguettis. Deliciosamente carnales, deliciosamente recordativos, amables, gritones. Pero ahora, cuando mi primo Esteban me dijo: “Pasá”, algo noté en su cara. Algo había cambiado. “¿Qué es?” - pensé. Noté su mirada extraviada, fría, la tensión de los músculos de su mandíbula, el turbio apretón en mi codo con su mano cuando dijo: “Pasá”. Y lo dijo así, sin signos de exclamación (aunque los signos de exclamación no se ven en el tono de la voz) no imperiosa, sólo un pedido casi, al cual no se podía responder negativamente. En ese “pasá”, además de la imposibilidad de negarse, permanecía implícito algo muy sutil, un dolor en el abdomen (pero adentro, en los intestinos) la inconcebible manifestación de que ya no se podía escapar. “Ya está” - pensé: “Este es el último día”. Y la sensación de que mi primo Esteban había mutado crecía y crecía como la levadura en la harina tibia, y ya no se podía esperar más. Quise ser amable con él. Le dije de manera irremediablemente estúpida: “¿Así que siempre viviste acá? ¡Qué bien! Voy a venir a visitarte más seguido”. Pero él me miró con ojos de águila de los Balcanes que decía, no con palabras, sólo con esa triste sensación de que ya no es necesario hablar, de que todas las palabras fueron dichas. Quise ser amable, es verdad; quise ser aceptado. Hubiera dado fortuna por ser aceptado, pero ¿a qué, a eso que estaba viendo con mis propios ojos: un arcón abierto lleno de svásticas de metal, de medallones de guerra; cientos de periódicos de “¡Alerta!”, el enorme retrato del Führer colgado en la pared contra la cabecera de su cama, y lo que fue mucho más horroroso, abrazado a ellos, a mis primos Esteban y Federico con el traje nazi y la insignia en el brazo derecho?

Entonces fue que grité: “¡Vos no sos la misma persona! ¡No sos la misma persona!”. Fue en ese momento que sentí, contra mi nuca, una mano de hierro, atroz, que me aferraba del cuello, inmovilizándome, obligándome a caer al piso.

-No, no somos la misma persona - escuché.

¿Era Federico? Escuché otras voces, eran las voces de mis queridos tíos Alberto y Eloísa. Ellos siempre habían sido albertoyeloísa. Nunca se los nombraba por separado, desde que era un chico lo recuerdo: albertoyeloísa. Y así vinieron contra mí, pateándome el trasero.

-Siempre el mismo marica -dijo la voz de albertoyeloísa, los spaguettis caseros, el delicioso estofado. - Siempre el mismo intelectual basura - dijo la voz, otra vez, el vino dulce, el mantel impecable. ¿Eran ellos, eran mis queridos tíos? No, no eran la misma persona, no podían serlo. Me habían invitado a comer, yo fui, creí que era libre de ir solo, sin Maruca y mi bebé.

Hubiera querido estar con ellos, con mi esposa y la pequeña, pero ya era imposible, lo supe inmediatamente. No podía gritar, sólo musitar: - “No son las misma personas”. Cuando volví en mí, me encontré en un amanecer apacibl lejano. Empecé a recordar lo sucedido la tarde anterior, y pensé que tal vez la casa de Pompeya tuviera una salida secreta a esta calle desconocida, o si los alemanes había inventado por fin la máquina para transmigrar en el espacio, el dantesco sueño nazi de hacer espionaje sin riesgo.

Soledad en la calle, sentado sobre baldosas con molduras ondeadas. Tenía frío. Creí recordar lo que había pasado, aunque por lo pronto no recordaba mi nombre. Subí a un colectivo cualquiera. Olía mal. Me volví a desmayar.

En el hospital me atendieron bien, parecían gentes normales, no pudo encontrar en ninguno de ellos la mirada de Esteban, no parecían tener escondida la svástica. Cuando la enfermera me tomó el brazo para sacarme un poco de sangre, vi el número tatuado en la parte anterior de mi antebrazo. Salté en la cama, pero la enfermera no dijo nada. No supe nunca si estaría acostumbrada, si muchos venían como yo y caían internados, o simplemente no le importó. Poco a poco empecé a recordar mi nombre, las caras de mi familia, especialmente las de Maruca y mi hijita. Poco a poco empecé a percibir lo que había sucedido. A las visitas vino mi esposa con la bebé en brazos. No le dije nada de la marca en el brazo, me la tapé con la sábana.

-Comí un estofado delicioso con fideos y no sé por qué me desmayé después – le dije, creyendo disimular, aunque soy muy malo para eso.

Maruca parecía preocupada. Pero, de repente, al girar así la cabeza para buscar algo en su cartera, cambió su mirada. Quise gritar, me aplicaron un sedante, y antes de cerrar los ojos, vi que Maruca se sacaba el tapado y tenía una pequeña pistola en la mano y el brazalete con la abominable insignia en el brazo derecho. Caí.

Estuve cinco años escondido en un subsuelo horrendo al que me traían alimentos unos buenos amigos, almas piadosas que me cuidaron; todo aconteció de una manera apresurada: un grupo de amigos hicieron una colecta para que que , al fin, pudiera escapar a Francia con la identidad cambiada.

Esto sucedió en Buenos Aires, pero podría haber sucedido en cualquier otra ciudad del país: no acepten, sin cerciorarse a dónde van, cuando los invitan a almorzar los tíos lejanos.

Alejandro Seta

No soy más que el vagón de un tren que en la década del sesenta se tambaleaba, llegando, sobre ese río a orillas de la ciudad de Necochea. Los primeros acordes de la música de Piazzola me vuelve a llevar a quién soy. Las palabras de mi abuela Sara, un libro encontrado por azar, Cris, la escritura tambaleante, mis hijos, el descubrimiento de Dios.

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